Hay dos objetos que me han acompañado allá donde he estado a lo largo de mi vida. Uno es un reloj que jamás ha funcionado como reloj. Fue un regalo de comunión para mi hermano. Perdió rápido la correa y el interés de su dueño por conservarlo. Y me quedé la esfera, digital y sumergible, para utilizarla como despertador. Emitía un pitido leve, tenue como la voz de mi madre cuando me despertaba. Y me lo llevé a Inglaterra, donde contribuyó a mi fascinante récord de ser el único español que no ha encontrado trabajo en Reino Unido, ni siquiera recogiendo vasos en una discoteca. Desde entonces no hace más que gastar pila lentamente. Ya ni suena el pitido tenue. Pero duerme a mi lado, junto al móvil que me levanta cada mañana con la sintonía de un videojuego. No sé si me reprocha que no me gusten los relojes y por eso anda habitualmente retrasado. No sé si es un tatuaje externo y mnemotécnico. No sé si es un talismán. Sólo sé que no es un reloj. Y que me acompaña siempre.
El otro objeto, que también vino conmigo a Inglaterra, es el María Moliner. En dos tomos. Enormes. Pesados. Inconcebibles en la era Ryanair. Pero vino. Y contribuyó a mi fascinante empeño de ganarme la vida con las palabras después de haber hecho de casi todo menos recoger vasos en una discoteca en el noroeste inglés. También fue un regalo. En cuanto me lo entregó, mi madre me señaló que siempre me habían gustado los diccionarios. Desde pequeño, cuando pasaba las tardes leyendo una enciclopedia en veintidós tomos, o las aventuras de Dick Turpin, o lo que cayera en mis manos desde la biblioteca de mi abuelo. Me gustan los diccionarios. Especialmente el María Moliner, que, al contrario que la esfera digital y sumergible sin correa ni interés, conserva y ejerce su función mientras va acumulando las arrugas del tiempo en su sobrecubierta de papel. Quizá son mis retratos de Dorian Gray. El reloj se mantiene intacto por fuera mientras vomita el paso del tiempo con la atrocidad de los relojes. El María Moliner envejece en la paz de quien brinda un servicio desinteresado. Y me acompaña siempre.
Curiosamente, el único diccionario que no ha entrado en mis casas es de la Real Academia. Para cuando descubrí de verdad la literatura, había sobrepasado la esponjosa formación de la infancia. Había empezado a reaccionar contra los manuales de Lengua y Literatura. Me había adentrado en Cortázar, que odiaba los relojes, en Kerouac, que odiaba la rutina, en Shakespeare, que tan bien escribía sobre el odio. Era el momento de rebelarse, de contraatacar, de gritar bajo un túnel de tren con la energía de quienes llegan tarde a casi todo. De desechar el DRAE. Y el María Moliner representaba lo subterráneo, la clandestinidad, la excavación lenta con una cucharilla de café en las paredes de una prisión que no existía, como son todas las prisiones de las que de verdad no se puede salir. María Moliner, la persona, había fabricado un monumento de tinta y papel entre las nieblas de la represión, la venganza y la intolerancia. María Moliner, el diccionario, era ese objeto tan maldito como Rimbaud que siempre conviene tener cerca cuando uno pretende evadirse sin saber muy bien de qué. Y ahí sigue. Sobre mi mesa de diccionarios a mano. Analógicos. Inconcebibles en la era Google. Con su transgresión de voz tenue y leve, como la de una madre que te despierta temprano esperando que en algún momento le des lo que nunca te ha dicho que espera de ti.
Puedo dar fe, que lo que cuentas es cierto,tú diccionario, tú no reloj y ese amor tuyo por las palabras desde que tienes uso de razón.
Muchas gracias por la notaría sentimental, Marian. Ya sabes que este es tu Faro. No dejes de visitarnos.