El duende del zurrón

Apenas levanta unos palmos del suelo. Viste camisa a cuadros, un pantalón de pana que se empina dos dedos por encima del tobillo y unos zapatos que parecen de cartón endurecido con el barro de la tierra. Siempre se toca, además, con un sombrero verde que le da un aspecto de duende antiguo, de errolflynn del subdesarrollo que ha escapado del Bosque de Sherwood para caminar entre los surcos y los terrones que saltan y se rompen y dejan paso a mil plantas de alcachofa. El sol ha dejado rastros de piedra oscura en su piel, replegada como las caras de las tortugas, pero incapaz de sujetar las órbitas de sus ojos, que se escapan y miran con el ansia de quien sabe que le queda poco tiempo para aprender. Ha trascendido hasta su propia vida, ha reventado la rueda de los años y seguramente es más joven de la edad que aparenta, una edad como de catedral o de leyenda nacida alrededor de una hoguera. Cuando viaja, ocupa dos asientos, uno para él y otro probablemente para su riñón, o su intestino, que siempre  cuelga al hombro en bandolera, escondido en un zurrón de piel con la ingenuidad de los niños cuando aprenden a ocultarse de sus padres.

DuendeCuesta entenderle, al principio. De hecho, es imposible. Cuando habla, parece que las palabras se le atasquen durante unos segundos como si no supieran por dónde salir hasta que de repente estallan todas juntas, a borbotones de mal genio y excusas a destiempo. Solo masculla entre dientes un idioma imposible, mirando hacia la ventanilla que da al espectáculo de las salinas y los montes y los cultivos, como dando la espalda al mar que ya prefiere solo recordar. O grita. Grita para defenderse de la incomprensión de quienes no sabemos entenderle, al principio, y reclamamos el asiento que ocupa su riñón, o su intestino, con su leve olor a dolencia mal curada, al óxido de los días, a la vida que jadea y se aferra al cuerpo. Y, al final, baja el primero del autobús y se pierde en los días que pasan hasta que volvemos a encontrarnos. Con su andar pequeño, su sombrero verde y su zurrón protésico.

En este primer invierno de nuestras vidas, mientras nevaba junto al mar, él ha desaparecido. Cada semana espero verlo en la estación, aunque no sepa quién es, aunque no sepa siquiera si quiero conocerlo, aunque quizá su verdadera historia no supere las expectativas que la intriga me ha hecho levantar. Aunque parezca que haya caído en mi camino como una rama desgajada por el viento. Solamente porque entiendo que dentro de unos años, regresarán las noticias de aquel invierno en que nevó junto al mar. Pero ya no recordaré al duende que viajaba cada viernes con el aliento metido en una bolsa de piel.

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