Cuento de Navidad

Lo peor de la Navidad es esa obstinación que tiene todo el mundo en que todo salga perfecto. Y nada sale perfecto. Nunca. Y no tiene por qué cuando la gente para la que estás dejándote el poco descanso que dan las fiestas es tu familia, son tus amigos, personas que no te van a reprochar nada, en principio. No odio la Navidad. Odio las prisas, la histeria, la presión del mantel blanco, el cordero en su punto, el regalo a última hora, el copón bendito. Las últimas ocurrencias de mi mujer, que me han obligado a cambiar mi orden habitual y me han dejado aquí tirado, en la puerta de la cárcel, con el móvil olvidado en la furgoneta que se acaba de llevar la grúa y un frío que pela en medio de la nada mientras espero el autobús.

Cuento de Navidad 1

Ni siquiera tendría que estar aquí. Pero era la combinación perfecta para poder ir después al Mercado a por los últimos recados de esta Nochebuena. Que al final, ha salido mal. Va a salir mal. Porque no voy a llegar a tiempo ni voy a poder avisar ni van a dejar de preocuparse todos porque no dan conmigo. Simplemente había que dejar un paquete a nombre del director del penal. Un solo paquete. Tan lejos que me habría permitido dejar el resto de entregas en manos de mis compañeros y así me habría dado tiempo a todo. Pero la furgoneta ha reventado. De debajo del asiento ha empezado a salir calor y luego humo. Y de la cárcel han empezado a salir policías porque no estalla un motor enfrente de la cárcel sin que salgan diez mil policías a ver qué coño estás haciendo. Menos mal, por otra parte, porque no tenía cobertura y han sido ellos quienes han avisado a la grúa. Y con el trajín, me he dejado el móvil en el asiento del acompañante, mientras buscaba los papeles en la guantera. Supongo. No se preocupe, me han dicho mientras la furgoneta dejaba un rastro de aceite en el camino de la grúa, luego le llevamos, que es Nochebuena. La madre que los parió. Luego significa más de las nueve, cuando acaba su turno. O puede usted esperar el autobús. Y aquí estoy. Pelado de frío y con un cabreo de mil demonios.

Un tío alto se ha sentado a mi lado. Lleva vaqueros, jersey gordo, abrigo y muchas ganas de hablar. No tardará mucho, dice. A no ser que el centro esté colapsado por el tráfico. En Nochebuena, ya se sabe, dice. No sé quién es, pero supongo que él sí, porque mi historia habrá recorrido ya hasta la última galería de la cárcel. No tengo el cuerpo para conversaciones con extraños, pero no tengo más remedio que escucharle. Solo estamos él, una chica muy joven que lleva más de diez minutos llorando sin parar apoyada en el muro y yo. Voy a ver a mi hija, dice. Y a mis nietas. Sí tiene edad para ser un abuelo joven. Unos cincuenta, quizá. Es muy alto y delgado. Se conserva bien. Están solas, dice. Mi yerno está aquí encerrado, también. Pero no podrá salir ni de permiso en al menos dos meses, dice. Encerrado, también. Luego este tío es un preso. Pues de eso sí que no tiene pinta. Las nenas son muy pequeñas y preguntan por su papá, así que, por lo menos, que vean a su abuelo, dice.

Cuento de Navidad 2

Me cuenta por qué está encerrado el marido de su hija. Drogas, dice. Pero no sé si trafica, consume o mata por ellas, porque empiezo a pensar en mis hijos. Dos. De cinco y tres años. Y sin padre que les bese cuando reciban los regalos, porque los regalos de los niños son lo primero que entra en casa en Navidad. No, aquí está su padre, esperando un autobús, escuchando hablar a un tipo que no sé por qué está preso y con una chavala a diez metros llorando sin parar. Mi mujer me mata. Ahora los jóvenes salen a la calle a protestar, es admirable, dice. Pero antes solo nos metíamos de todo, dice. Vuelvo a mirarle. Debió de ser hace muchos años, porque no se le nota el desgaste. Pobrecilla, no tendrá ni dieciocho años, dice. No para de llorar. Es muy duro tener que venir aquí a ver a alguien. Sobre todo al principio. Y sobre todo en Nochebuena, dice. Puta Nochebuena, putas prisas, putas ocurrencias de última hora y putos programas de cocina con ideas perfectas para una Navidad perfecta. En cuanto llegue a casa tiro la tele por el balcón. Si es que viene el autobús.

Los diez minutos siguientes me los paso andando de un lado a otro de la parada, para combatir el frío. Cada cierto tiempo pateo fuerte, no sé para qué, pero siempre se ha hecho cuando el frío aprieta. El preso no para de hablar. Dice que ha sacado lo justo para el viaje. Ida y vuelta del autobús al centro, ida y vuelta del autobús a casa de su hija, que vive en otra ciudad. Hay que tener mucho cuidado con el dinero ahí dentro, dice. Bueno, fuera también, dice. Los regalos los ha comprado en el economato. Y comerá y dormirá en casa de su hija. Generalmente voy a casa de amigos, no me puedo quedar demasiado con ella, no sería justo, dice. Un mes en casa de uno, otro en casa del otro. Gracias a ellos me apaño, me dejan dormir y me dan de comer. Entre lo poco que nos pagan aquí y lo que me saco con mi trabajo, algún día les devolveré el favor. Porque me dedico al diseño gráfico, dice. Y me da una tarjeta. Tócate los huevos. Es Nochebuena, estoy aislado del mundo, pero tengo la tarjeta de un preso que diseña por ordenador. Seguro que la chica que llora se descojonaría en mi cara con mi suerte. Así voy ahorrando para cuando salga, dice. Aún me quedan seis meses, si no pasa nada.

Cuento de Navidad 3

Por fin llega el autobús. Dejamos que pase la chica, primero. Saca un billete de cincuenta euros. Pero el conductor le dice que no puede cogerlo, que no tiene cambio. Mientras a la chica le da un soponcio, yo pago mi billete y me siento. Y encima la cena es en casa, pienso. Recibir a quince personas en una noche así me apetece tanto como que me arranquen las uñas con alicates. Como la chica siga explicándole al conductor que no lleva suelto, vamos a llegar en Nochevieja. El conductor insiste en que no puede cambiarle el billete. Que son las normas. Finalmente, el preso dice que lo paga él. Saca unas monedas y paga su billete y el de la chica, a la que se le corta el llanto inmediatamente. No, no. Bueno, te lo pago cuando lleguemos. El autobús arranca por fin. Tú no me tienes que pagar nada, dice el preso. Pero… Pero nada, no me debes nada. Siéntate y quédate tranquila. Sentarse sí se sienta, pero de tranquilizarse, nada. Sigue sollozando. El tipo se sienta a mi lado, con las rodillas a la altura de las orejas. Se ve que me ha cogido cariño. Algo tendré que hacer para poder pagarme la vuelta, dice. Molaría que algún año nevara, dice.

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