De la RDA a La Habana

El anuncio del restablecimiento de las relaciones entre Cuba y Estados Unidos es, probablemente, la noticia del año. Los presidentes respectivos de cada país, Raúl Castro y Barack Obama, salen reforzados tras haber sido capaces de superar sus diferencias para entablar una negociación. Algo que, en principio, beneficia más a Obama, quien da un giro copernicano a las relaciones externas del Gobierno de Washington, muy deterioradas tras la administración de George W. Bush. Por otra parte, sobresale la figura del Papa Francisco, ya que ha amparado en el Vaticano los encuentros entre ambas delegaciones, mostrando así un fuerte compromiso con las personas en dificultades, como el pueblo cubano. Y es la ciudadanía, sin duda, quien muestra más esperanza ante los cambios y ha salido a la calle a celebrarlos.

El Faro del Impostor ha querido saber lo que les espera a los ciudadanos de la isla caribeña en el caso de que este movimiento en los despachos desemboque en un cambio político. Y para ello, ha indagado en la transición del comunismo al capitalismo de los habitantes de la antigua República Democrática Alemana (RDA), a través de los recuerdos de André Kiesewalter (Dresde, 1977), un ingeniero medioambiental que tenía doce años cuando cayó el Muro de Berlín, en 1989. La situación de ambos países muestra importantes diferencias, pero la de sus ciudadanos tiene suficientes semejanzas como para establecer una analogía.

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El pequeño André, con un ‘Zuckertüte’, paquete de regalos que reciben los niños alemanes al empezar el colegio. / ARCHIVO DE ANDRÉ KIESEWALTER

“Vivíamos en las afueras de la ciudad, casi en el campo”, relata Kiesewalter de su infancia, en la que padres, tíos y abuelos vivían juntos. “Fui un niño feliz, con una infancia normal. Para un niño, en aquella época no te faltaba de nada”. A toro pasado, se sabe que “la economía iba muy mal, caía en picado. El país estaba podrido por dentro. Ese sistema no tenía futuro”. Pero en el día a día, “había pan”. Aunque “de todo esto, te das cuenta después. Cuando cae el Muro de Berlín empiezas a comparar. Si no conocías otra cosa, nunca pensabas que estabas del lado soviético. Ni lo que eso significaba”.

Los días transcurrían con la aparente normalidad de los lugares “en que no hay guerra ni se pasa hambre: salía al bosque a jugar, iba con los amigos”. Sin embargo, era evidente que algo extraño sucedía. “Desde los 8 o 9 años fui siendo consciente de que había una vida oculta en casa, se hablaba de cosas que luego no podías comentar con tu profesor, por ejemplo”, dice. “Vivíamos en un sistema repleto de denunciantes, de represión. Ansiábamos la libertad, sobre todo la libertad de perder el miedo”.

Es entonces cuando comienza, ya de niño, a interesarse “por la política”. Las sombras del sistema atraen a los niños con el magnetismo de lo prohibido, de los tabúes. “No teníamos una información neutral de la situación. Un amigo de la infancia de mi padre que vivía en el Oeste venía cada año. Así es como nos llegaba la percepción de lo que era la vida en el otro lado”. André, como todos los niños de la extinta RDA, percibía que “los amigos venían, pero nosotros no podíamos devolverles la visita. Los controles de la frontera eran muy estrictos, igual que el registro de visitas”. Surgen las preguntas, la curiosidad. También ante lo que ven y oyen en casa. “Mis padres también escuchaban las emisoras occidentales, era la única manera de recibir información, pero siempre a escondidas. Y si no tenías un vínculo con el Oeste, estabas perdido. Porque la propaganda existía en los dos lados”, rememora.

Pero en la primavera de 1989 “todo empezó a hervir”. “Las comunidades de protestantes se convirtieron en los principales lugares de reunión, porque eran sitios protegidos. Allí se juntaban todos los movimientos alternativos”, con una activa presencia de “los ecologistas”. “Querían reformas, que hubiera alternancia política y elecciones. Pero nunca se hablaba de reunificación. Nadie quería huir. Querían el cambio, el progreso. Y libertad física”, porque entonces “no podías moverte ni salir del país”.

“Durante el año 1989, estuve con mis padres en las grandes manifestaciones de Dresde”, continúa Kiesewalter. “Era muy pequeño, pero me impresionaba estar con 100.000 personas en la calle, fue un impacto enorme. Estaba muy emocionado. Por eso estoy muy agradecido a mis padres. Nunca veré otra revolución como esta. Porque la viví”. “Yo he visto a la policía cargar contra la gente. Pero tuvimos suerte de que los rusos estaban muy tranquilos. No salieron tanques a la calle, pero cualquier mínimo incidente podía haber hecho que estallara todo. Se produjeron fuertes disturbios durante las manifestaciones en la Estación. Y yo quería ir. Con mis compañeros de clase. Sentíamos muchísima curiosidad”, explica.

Todo se precipitó a partir del verano del 89. “Era extraordinario lo que sucedía en provincias, porque en Berlín no pasaba nada, todo empezó en el resto del país, sobre todo en el Sur, mucho más que en el Norte”, reivindica. En Dresde, en Leipzig. En parte, porque la actual capital alemana concentraba todo el poder, pero también “porque en Berlín vivían mejor que nosotros”. En noviembre de aquel año cayó el Muro. Y las vendas. Y los secretos. Y las diferencias.

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André, de pie, junto a su hermano pequeño. / ARCHIVO DE ANDRÉ KIESEWALTER

“A partir de los 90 empezaron a llegar las influencias del otro lado”, evoca Kiesewalter. “De repente, las tiendas tenían de todo. Más de lo que podías comprar o comer. El sector de la alimentación fue el que más rápido se transformó. El resto cambió poco a poco”. Las novedades se sucedían a gran velocidad. También los alemanes del Este la buscaban. “Empezaron a comprar coches. Fue un fenómeno social. Hasta entonces, tenías que encargarlo cuando nacías para llegar a tenerlo cuando cumplías los 25 años. Aquí llegaban los excedentes de las fábricas del Oeste. Los restos, lo que no querían”. Así comenzó la experiencia en el sistema capitalista. “Empezó a notarse la presencia de la burguesía. Y conocimos el concepto del ahorro. Hasta entonces no podíamos ahorrar. Primero, porque no teníamos dinero. Y segundo, para qué. Si no podíamos comprar nada, tampoco”.

Junto al vértigo económico, llegó el conocimiento de otros mundos. La cultura desencadenada. “Hay una gran falta de conocimientos de la cultura del Este. Nadie se ha preocupado por saber qué se hacía en este lado”, lamenta. “La gran cultura alemana se ha desarrollado aquí, uno de los mayores ejes intelectuales de Europa ha sido el que formaban Praga, Dresde y Berlín. Especialmente en los años 30”. Así que por ese lado, “no nos hacía falta de nada”. “Cuando eres pequeño no echas de menos las películas de Disney, porque había otras cosas muy divertidas”, sostiene.

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