Me educaron como católica, por supuesto. Pero ahora, casi siento decirlo, tengo una mentalidad abierta. Demasiadas lecturas, quizá.
(Una luz en la ventana. Truman Capote)
Perdí mucho con los libros. Perdí la vista, seguramente al corretear entre el terrario de hormigas que era la edición de Las aventuras de Dick Turpin en tres tomos que aún conservo, más gastados que desgastados. Perdí la infancia que me quedaba cuando subía de jugar en el patio, sentado en la cama con un libro en una mano y el bocadillo de la cena en el otro. Perdí la identidad la primera vez que leí la palabra mujik en un cuento ruso, seguramente de Tolstoi, el nombre original de los campesinos que me intrigaba mucho más que la Malasia de Salgari y los viajes de Verne. La volví a recobrar, mucho después, cuando descubrí que todos mis caminos llevaban a Dublín. Pero esa es otra historia que seguramente también leí en alguna ocasión.
Perdí la razón cuando empecé a dársela a los libros. Perdí espacio y movilidad. Perdí el gusto por la vida porque me atraía más el aliento de las páginas. Perdí amigos que no conocí porque estaba leyendo, perdí el reflejo de una morena en las ventanillas del metro, perdí el paso de un cometa y la ocasión de escuchar a mi grupo preferido de entonces en un concierto. Perdí hasta una novia cuando comprobé que me gustaba más su biblioteca que la manera en que se echaba el pelo para atrás. Perdí la vergüenza, una lentilla, la ideología, el rumbo, la fe, el nombre y hasta la virginidad por culpa de los libros. Perdí mucho tiempo hasta dejar que los libros me supieran encontrar. Pero nunca perdí la paciencia.
Perdí a mi abuelo y me quedé con sus libros. Perdí el miedo a la soledad, perdí el miedo a relacionarme con los demás, perdí el miedo a otras lenguas, perdí la oportunidad de ser alguien mejor. Perdí el arraigo en San Petersburgo, perdí la cabeza en el bosque de Birnam, perdí el equilibrio navegando río arriba en busca de Kurtz. Perdí la cuenta de las librerías de lance que visité para rescatar libros perdidos. En una ocasión, perdí la aventura de que me deportaran. Perdí mis principios, perdí la brújula, perdí el mar y lo volví a encontrar, perdí los escrúpulos, perdí la moral, perdí la risa, perdí el dolor.
Perdí las maletas y el impulso de volar por culpa de una estantería llena de libros. Perdí un gato. Perdí todo lo que los libros decidieron que merecía la pena perder.