A las doce menos un minuto sonó el villancico en el campanario de la iglesia del pueblo. Impuntual pero preciso, con ese tono de congelador que dan las sintonías electrónicas, las cajas de música baratas y los intérpretes que solo saben trasladar al piano las notas de la partitura. Al párroco, don Agustín, le gustaba vocear el adviento y había elegido el Adeste fideles por su letra en latín. Tantos años de dedicación a sus vecinos no le habían quitado la ceniza preconciliar que le salpicaba la sotana. Había, incluso, quien sostenía que no estaba seguro hasta qué concilio remontarse para encontrar los dogmas que defendía don Agustín. El caso es que poco antes de las doce, cada día, sonaba el villancico en el campanario. Y el pueblo seguía a lo suyo, le daba la espalda al tonillo, como se la daban a los feligreses los curas preconciliares de las misas en latín.
Aquel día, horas antes de que volviera el último rezagado que había visitado la ciudad para las compras de última hora, el Adeste fideles no sonó para nadie. Justo en ese momento pasó Antonio, con la furgoneta que compró su abuelo a un turista que decidió quedarse en el pueblo, y como siempre, silenció cualquier ruido que pudiera entorpecer la vida tranquila de la plaza de la iglesia. Aquel motor sonaba como las calderas del infierno, según don Agustín, quien nunca supo convencer a Antonio de que se pasara por misa. Ni siquiera en el bautizo de su hija. Hasta las naranjas que abarrotaban la parte trasera de la furgoneta de Antonio le olían al sacerdote a azufre. Cajas y cajas del zumo de Satán, solía mascullar.
Antonio se instaló junto al resto de puestos del pequeño mercadillo que despedía cada semana la rutina de los días laborables. Con más puntualidad que las campanas, llegó el autobús que recorría la comarca, del que se bajaron cuatro vecinos y al que se subió Marita, que tenía pensado pasar la Nochebuena en casa de su madre, dos pueblos más arriba de la montaña. Los pocos niños que quedaban jugaban un partido de fútbol en sus tabletas, con los cascos puestos. Y en la puerta del bar, la nueva camarera había salido a barrer la acera, que se había puesto perdida del confeti de una fiesta de la víspera, con la que la peña de dominó había celebrado sus setenta y cinco años de existencia con un reparto solidario de regalos y la tradicional entrega de alimentos y ropa a Paco, conductor de carritos y experto en esquinas sombrías, que cada noche desaparecía en el robledal de la entrada norte del pueblo. Un perro de nadie intentó ladrar, pero desistió ante el estruendo de la furgoneta, se dio media vuelta y siguió durmiendo en el recuadro de vida que dibujaba el sol.
Solamente un músico con mochila que iba a pasar las fiestas recogido en el monasterio de los benedictinos supo escuchar que el villancico había sonado desafinado, quizá por un desarreglo del reproductor digital del campanario. Elevó la vista, negó con la cabeza y preguntó a la camarera si la cocina ya estaba abierta. Dentro del bar le esperaba un puchero hirviendo y una figura de Papá Noel que no dejaba de bailar.