La historia del cine español tiene un rembrandt torcido en la cocina que se llama Luis Buñuel. Es un lujo difícil de explicar. Es inquietante, casi incómodo. Y todo el mundo trata de equilibrarlo con un toquecito en la esquina del marco. Que si la represión de los jesuitas, que si el surrealismo, que si el exilio, que si Cervantes, Galdós y los tambores de Calanda. Pero su cine parece ser mucho más que la suma de todos esos factores. Intentar reducir su figura a un mero esquema de palabras sueltas es tan imposible como explicar la Santísima Trinidad con un diagrama de quesitos y dejar que los colores hablen por sí mismos.
Buñuel es una alineación de astros, un avance genético y un peldaño sobrenatural en la evolución de los cineastas. Es el soldado abandonado en una isla que no se enteró de que la guerra había terminado y acabó haciéndose un experto en la talla de lanzas para pescar. El autor de Nazarín se destetó casi con el cine, entendió desde muy joven que ese iba a ser su oficio y se confeccionó un caparazón translúcido donde solo entraba la luz. Supo deshacerse de lo superfluo, supo esponjarse de lo importante y supo entender que todos los caminos llevaban a la caseta de los Lumière. Se aclaró la garganta con la tradición española para después entonar con su propio vozarrón la jota del desarraigo, que es el lugar en el que habitan los que habitan en cualquier lugar. Terminó de romper el pasaporte en la España de Franco, donde dejó que Lola Gaos se levantara la falda en Viridiana para demostrar que la patria era el coño de la Bernarda y se fue. Ahí os quedáis. Arrió la bandera y la transformó en un cachirulo.
Así, Buñuel se convirtió en un apátrida con firma y buen ojo para encuadrar. Trabajara donde trabajara, siempre llevaba su diccionario encima. Su potencia visual es estruendosa. Su capacidad para buñuelizar las historias, inhumana. Y su sentido del humor le permitió pasar de las hormigas de El perro andaluz al oso de El ángel exterminador con el único fin de poner en evidencia a sus exégetas. Solo Fellini, entre los grandes francotiradores con denominación de origen sin sellar –Bergman, Godard, Dreyer, Welles, Kurosawa– supo reírse tan abiertamente. Las Hurdes y Los olvidados fueron sus puñetazos sobre la mesa. El resto de su filmografía fue un chiste privado y cum laude que algunos siguen empeñados en tomarse en serio. Cuando probablemente, para Buñuel, lo único serio, aburrido y doloroso era todo aquello que escapaba del visor de una cámara de cine.