Felipe VI, el Paradójico

La Monarquía española comenzó ayer su árida paradoja de modernizarse. Algo que le va a resultar imposible, puesto que la realeza solamente tiene sentido desde la tradición. Sin un decreto de siglos nadie cree ya en los poderes hereditarios, en el derecho a pernada de la jefatura de Estado, en las coronas ceñidas a medida de un apellido. La Monarquía es un desfile sobre pétalos de lis, un guante que se abanica tras un cristal antibalas, un salón iluminado con arañas y con un arpa en el ángulo oscuro. La Monarquía huele a amor entre primos y sexo entre visillos, a tapiz con ácaros caducados, a frufrú de mayordomía con cocina en el sótano y orinales de porcelana.

Relevo en la corona

Nadie cree en las coronas ceñidas a medida de un apellido.

Se supone que Felipe VI tratará de ahormar la institución al formato de los smartphones. Que ahuecará la mano tras la oreja para escuchar la voz de su pueblo en las redes sociales. Que asentirá circunspecto cuando Letizia le aconseje con voz firme mientras suena de fondo un CD de Los Planetas. Podará la corteza de su árbol genealógico hasta que deje de oler a naftalina, pero las raíces seguirán hundidas en una imposición. Basta pensar que para recibir la corona, Zarzuela y Moncloa han tenido que pactar censuras, consolidar la opacidad, prohibir las críticas y abortar manifestaciones antes de la abdicación de su padre. El nuevo rey remozará la Constitución, pero solo para que su hija herede el cargo. Aportará nuevos bríos, pero su aleteo apenas sacudirá los barrios periféricos, las ciudades dormitorio o los terrenos recalificados a la orilla del mar.

La Monarquía, como la Iglesia y el Marxismo, se alimenta de viejas retóricas que no ha sabido cambiar porque así lo estipulan los dogmas y el protocolo. Los reyes han pasado de las tragedias de Shakespeare al photoshop del ¡Hola!, y aun así siguen empeñados en mantenerse erguidos mientras saludan desde el balcón de palacio. Continúan encerrados en el espejo en el que los enmarcó Velázquez en Las Meninas, aislados del futuro y del servicio. El darwinismo del tiempo los está matando por indiferencia: ya nadie quiere ser príncipe, ya nadie quiere perder el zapato de cristal. Cualquiera puede casarse con una plebeya, engendrar un bastardo, firmar en change.org y esquiar en Baqueira. Un futbolista gana más, un banquero acumula más poder y Bill Gates es más campechano que Juan Carlos I. No solo han perdido todas las prerrogativas, sino que su única vía de escape es alejarse de sus esencias para evitar ser roídos por la decadencia. Su salvación será una frase memorable antes de hacer mutis por el foro.

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