La sociabilidad nos hizo humanos. No se sabe si somos un acierto genético o un error de la naturaleza, como sostiene el personaje que interpreta Matthew McConaughey en True Detective. Pero, probablemente, del primer grupo de homínidos que se sentó junto al fuego para beber, comer y hablar del tiempo y de la caza salió la primera idea de progreso. También en la misma reunión nacieron la discrepancia y el desencuentro, porque no sabemos estar juntos. En nuestro último encuentro como especie, los pocos supervivientes se culparán unos a otros del Apocalipsis. Junta a dos o más personas y encontrarán un motivo para separarse. Es el efecto Golding.
William Golding demostró, en su novela El señor de las moscas, que somos un desastre. Su banda de chiquillos formada tras un accidente aéreo en una isla desierta crea el entorno necesario para formar una civilización. Y con ella, la religión, el afán de poder, el miedo colectivo, la territorialidad y la muerte por causas no naturales. Una caracola, una hoguera y un jabalí solamente permanecen en armonía en los cuadros neoclásicos. En manos de un ser humano, llegarán a convertirse en motivos para una guerra, según Golding. No sabemos dialogar, nos cuesta aceptar los criterios ajenos y acabamos fiándolo todo al arbitrio de la mayoría. Que en un altísimo porcentaje de las ocasiones, se equivoca.
La película Foxfire, del director francés Laurent Cantet, vuelve a sacar a colación nuestra incapacidad para el consenso. En esta historia basada en una novela de Joyce Carol Oates, unas muchachas forman una banda clandestina en la América de los años 50. Combaten el machismo y la represión con pequeños actos vandálicos que se nutren de antecedentes como la Independencia de Estados Unidos, la Revolución Francesa o la de febrero de 1917. Llegan a formar una especie de comuna femenina. Y lo que nace con la mejor de las intenciones termina con el peor de los finales posibles. Las chicas no se dan cuenta de que basta una disparidad de criterios para alejar caminos que parecían indivisibles. Ni de que los humanos inventamos las pirámides, el arroz con caracoles y los viajes a la Luna con las mismas manos con las que firmamos las condenas a muerte, los billetes en curso, el organigrama de la Inquisición o el recibo de las primeras doscientas caperuzas del Ku Kux Klan.
La unidad es tan frágil como los ideales o el amor eterno. No somos de fiar.