(Texto de presentación en El Taller Tumbao de Alicante de la novela Ya no somos modernos, de Jota Martínez Galiana. 26 de junio de 2014)
Tuve la suerte de compartir con Jota Galiana la sección de Cultura que él encabezaba en un periódico que ni siquiera aparece en su currículum. Yo apenas me había fogueado en un medio como colaborador, pero él llevaba siete años entre El País y la SER, credenciales que en aquellos años del cambio de siglo todavía querían decir algo. Durante nuestra breve aventura conjunta, a Jota le dio tiempo a crear un suplemento, sacar alguna exclusiva, entrevistar a una Bellea que aún anda descolocada con sus preguntas y recibir el estacazo que nos redefinió para siempre la diferencia entre el periodismo y lo que quieren las empresas que dirigen los periódicos.
De buscar el pulso subterráneo de una ciudad en la que la Cultura es apenas el latido del corazón delator de Poe, Jota pasó a poner voz a películas que ya eran sonoras en un sector que casi nunca sale en los papeles: se hizo traductor especializado en subtitulación, lo que demuestra que no ha dejado nunca de navegar en la contracultura y las aguas de oficios que tratan de sobrevivir pese a los Ministerios de Educación y de Cultura. Desde hace más de diez años, ha traducido diálogos de películas y obras de teatro, ha subtitulado para el teletexto de TVE, para festivales de todos los pelajes y para DVD. Y domina el inglés, el francés, el sueco y el catalán, lo que le convierte en un ser omnipotente capaz de hacer comprensible una película de Bergman en el idioma de Godard o de reflejar en el monólogo de Hamlet los matices de la lengua de Josep Pla.
Sin embargo, ya desde los años de la prensa de papel, Jota nunca se conformó con apagar su voz para dejar oír la objetividad de las noticias, costumbre casi en desuso en el oficio que él aún practicaba. En 1996 publicó su primer libro, Satanismo y brujería en el rock, que busco en las librerías de viejo desde que me lo prestó para leerlo, y después trazó perfiles de grupos como Rage against the machine, U2, o REM hasta detenerse en los manchegos Surfin’ Bichos, a quienes dedicó un trabajo que subtituló Sermones en el desierto en 2002. Jota ponía letra a las músicas que le moldearon, escarbaba en el backstage del fenómeno cultural más importante del siglo XX con permiso del cine, que es la música popular, y alimentaba la mitología del rock de una década especialmente definitoria como la de los 90.
Pero le faltaba salir al escenario a marcarse un solo. Y por fin ha llegado con Ya no somos modernos (Ed. Eutelequia, 2014), un “experimento de novela generacional con 13 canciones y 776 samples”, según su propia definición. Jota firma en su debut una historia que es como una de las grandes canciones de Led Zeppelin: una estructura bien definida y sin estribillos, un riff obsesivo y doloroso y una letra popular a la que ha conseguido dotar de muchos más sentidos de los que traía inicialmente. Narra las andanzas del Fiera: “Francisco Javier en mi partida de nacimiento, Paco para la familia, el Fiera para mis amigos, menudo y enclenque, y que, como todos los pelirrojos, no me parezco ni a mi madre ni a mi padre, sino a otros pelirrojos”. Un chaval de un pueblo del interior de Valencia, que en torno a 2001 se traslada a estudiar a la capital y que está atrapado entre la generación de su hermano, perdida por el estallido de la heroína a finales de los 80, y ese salto de fe para todos los jóvenes, desde que Caín mató a Abel, que es el futuro. Apenas existía Google, Facebook no era ni una idea y el concepto de smartphone parecía poco más que una paradoja. Lo único virtual eran los efectos de la droga y la vida dolía tan analógicamente como lo hace ahora.
Esta crónica iniciática está dividida en trece cortes, como un álbum conceptual. Trece capítulos encabezados por otras tantas canciones que hilan el recuerdo y que se unen a las notas del Fiera y a su narración. Pero Jota ha querido además samplear sus textos con versos que no son suyos, sino de temas compuestos principalmente en los 90, aunque salpimentados con clásicos de los 60 como The Beatles o The Doors. Jota ha tenido el buen gusto de engarzarlos en la historia sin destacarlos, lo que permite que los lectores juguemos a reconocerlos. Pero también, que nos sobresaltemos a cada tanto con un esto me suena, lo que acentúa la sensación de que la historia que leemos la hemos vivido o, al menos, ha tocado a nuestra puerta de una manera u otra. No es la generación Nocilla española o el realismo sucio americano, que llenan o llenaban sus libros de intertextualidades para variar el ritmo o atacar subliminalmente los nervios del lector. Es la constatación de que Jota lleva la música dentro, de que la cultura nos educa mejor que los libros de texto y de que no hay IVA ni piratería que acaben con ella.
Todo arranca años después de la historia que nos cuenta la novela. El Fiera visita a uno de sus inseparables amigos, Demetrio, que ha empezado a “amasar sueños de vida higiénica de ciudadanos de clase media a los que la muerte sorprenderá frente al televisor”. Es Demetrio el que alerta al Fiera de que ya no son modernos y desencadena así el regreso al momento en que todo cambió. Durante el viaje de vuelta en tren del Fiera a su pueblo, y con la ayuda de un CD grabado en los buenos tiempos, el protagonista y narrador evocará a sus amigos y familia, a los vivos y a los muertos. Evoca las sustancias que consumió una generación que supo supervitaminarse y supermineralizarse, como ordenó Super Ratón. Evoca los inicios del FIB, la llegada de una gran fábrica de coches a la zona, las mujeres que marcaron su vida, los secretos, los errores, las mentiras y sobre todo, la música de los 90, principalmente, que sonaba en el Virus, un local que durante un tiempo consiguió que su pueblo no fuera “un pueblo cualquiera”.
En apenas un par de años, el Fiera aprende tres cosas básicas. La primera, que los relojes son implacables y que al tiempo nunca se le agota la cuerda: “¿Cómo puede preocuparnos el futuro, cuando es en sí mismo incierto, indiscernible, inevitable, imprevisible, inédito?”. La segunda, que por muchos condicionantes que nos rodeen, por muchas excusas que nos pongamos, somos los únicos responsables de nuestras vidas: “La compañía no existe, lo único real es la soledad, y por eso huimos de ella, para refugiarnos en mentiras como que cuando estamos juntos estamos acompañados, pero uno está solo siempre consigo mismo, y por eso nos reunimos y hablamos para apagar con nuestras voces el sermón de nuestras almas”. Y la tercera, que cada paso que damos condiciona los siguientes, aunque no acabemos nunca de corregirnos: “Es de ingenuos pensar que lo hecho, hecho está, y que no tendremos que rendir cuentas por crímenes que ya han prescrito, que al pasar la página habremos dejado de estar presos y que a nuestro cuento no le espera el más triste de los finales”. Hay una cuarta lección, pero no la puedo contar sin spoilers. Para su aprendizaje, el Fiera dispone de un ambiente opresivo de siesta veraniega a las cuatro de la tarde, un entorno cerrado y acolchado como la celda de un manicomio y una personalidad destructiva y desastrosa que él mismo asume: “Yo, que tampoco logré salvarme, quizá el más perdido de todos, inconsciente y curioso metomentodo que se asomó al pozo más inmundo […] Yo, que con palos y piedras jugué a ser el mal, que con torpeza escarbé hasta el final y me despellejé para no encontrar nada de nada de nada”.
Pero, a cambio, tiene una vida extra que es la Charo, superviviente de la generación de su hermano. Un oráculo insospechado como la Montaña Basura de los Fraggle, la “reina de las ratas con risa de gaviota”, el Fantasma de las Drogadicciones pasadas que custodia las llaves que abren cualquier puerta. Gracias a ella, tanto el Fiera como nosotros sabemos que la mayoría de las veces no nos conformamos con lo que tenemos porque preferimos perderlo. Que somos incapaces de desengancharnos del pasado porque nos da miedo vivir y porque en el fondo odiaríamos al genio de la lámpara que nos concediera nuestros deseos. Que, con todo, es preferible joderla continuamente porque, como el Sísifo de Camus, eso es lo que nos hace avanzar. Y que basta con creer que hemos conocido a Keith Richards o con escuchar a personas como la Chelo para entender que la vida es como los periódicos y cada domingo llega un sudoku nuevo que volveremos a resolver. Gracias y disfrutad de la novela.