Es el tiempo de las pequeñas derrotas. De sacrificar la dama para llegar al jaque mate. De descubrir el paisaje que aparece al otro lado de los escombros. De visitar al vecino para ver si necesita sal. Es el tiempo de la solvencia, de la eficacia y del zurcido. La hora de las ciencias aplicadas y las letras sin retórica. Las últimas elecciones municipales y autonómicas no barrieron el bipartidismo, sino el absolutismo. Las urnas expresaron su voluntad de suspender el combate y declararlo nulo. Igualaron las fuerzas. Ataron las manos de Goliath y le quitaron la honda a David. Decretaron el acuerdo, el debate, el pacto. Activaron el entendimiento, impusieron el empate técnico. Nadie tenía que ganar para que al final pudieran ganar todos.
Hemos idealizado tanto la democracia que no sabemos movernos en otros territorios. Y aquí lo que se pedía no era la victoria, sino saber manejarse entre las derrotas. Saber perder. Una vez escuchada la voz de los votantes, llegaba la hora de dar cuerpo a su opinión. Y, en la mayor parte de las circunscripciones, la democracia tenía que derivar en consenso. Pactos a dos o tres bandas. Carambolas francesas en las que no hay una tronera donde embocar. Y eso exige unanimidad. No es hábitat para mayorías, sino para la indiscutible extensión de la totalidad. El reparto debe cimentarse en ofrendas, en purgas de ideas inútiles, en la exploración de los espacios comunes, en la limpieza de cajones programáticos, en la estilización de lo estrictamente necesario. En la solidaridad de quien, en principio, se ha entregado a un bien general. No se trataba de detentar un poder, en ocasiones, envilecido. No se pidió ganar, que es la meta de la democracia, sino perder, que es el secreto del consenso.
Pero no hemos sabido hacerlo. De nuevo han aparecido la imposición, el negocio, el complot y la prebenda. El pasilleo y los codazos. Maquiavelo y Sun Tzu. Incluso antes de que sonara el pitido inicial, en ese momento de patio de colegio en que se elegían los equipos al chapí-chapó y los patosos eran un mal necesario para poder jugar el partido. Tras el estruendo del choque entre las ilusiones y las decepciones, ha vuelto a sonar el zumbido de esa falacia que consiste en otorgar la razón a los números. Y es en la aritmética de la política donde más problemas quedan por resolver.