Sabes que no es lo correcto. Sabes que no tienes ni un solo argumento con el que defender una decisión equivocada. Sabes que así no se resuelven las cosas. Pero hay ocasiones en las que la víctima hace horas extras como verdugo y por fin entiende el terror de saber de qué va todo esto. Demasiado tarde. Demasiado mal. Demasiado sometido a la fragilidad de la máquina humana, dirigida por un centro de operaciones que se cortocircuita con facilidad. Sabes que la sangre es solo sangre, que no purifica, que no resuelve los rompecabezas, que no compensa, que no alivia, que solo es capaz de manchar las manos y la ropa y un cuchillo en ayunas que no es una llave que pueda abrir la reja que te separa del exterior. Sabes que es un error que merece un castigo. Sabes que no tiene reparación posible. Sabes que no hay marcha atrás. Y sin embargo, sabes perfectamente quién era el débil en esta historia de angustia y dolor que sigue empeorando con cada capítulo.
No se trata de elegir bando ni de amparar posturas que no compartes. Tampoco de justificar una conducta, ni de aportar atenuantes a la letra de un tango cruel. Pero no puedes evitar sentirte más cerca del agresor que del héroe que lo detuvo. No puedes evitar comprender mejor el listado de elementos que construyeron el detonador que el mecanismo del botón que lo desactivó. No puedes evitar comprender que hay una vida que se ha quedado enganchada en un bucle que no se borrará, por mucho que te pongas de parte de los afectados por una ira conservada en salmuera y pánico. Y te alegres de que puedan contarlo.
Y entonces te descubres en una frontera que no sabes qué separa, que no sabes cómo funciona, que confunde hasta la brújula y que envuelve los territorios en una niebla espesa. Y solo escuchas una respiración aterrorizada, que retumba en la noche como el sonar de un submarino. Y te preguntas qué haces ahí, cuando pensabas que te sabías los mapas de memoria. Que estabas atento a las señales. Y que la vida no tiene niveles ocultos como los videojuegos.