Es estremecedora la velocidad con la que hemos atribuido a la especulación inmobiliaria los incendios que durante estas semanas se han producido en el norte de la provincia de Alicante. No cabe la menor duda de que, especialmente, la costa calcinada de Xàbia es como ese rembrandt que viaja en una furgoneta de chatarrero y que siempre suele comprar un avispado a 40 euros. Un promontorio en llamas frente al mar tiene línea directa con la recalificación de terrenos. Y como tal, debe vigilarse lo que suceda a partir de ahora con ese yermo infame en el que se ha convertido lo que antes era un reclamo para turistas con pedigrí y vecinos con buen gusto. Pero no se puede olvidar que cualquier dirigente municipal que manchara la Granadella con la tinta de un contrato por lotes cometería un suicidio político sin más efecto que su propio destierro y con la estela del mismo perfume que la renuncia de Soria a su puesto del Banco Mundial.
Preferimos tener un villano a mano para casos como este. Un ser trajeado, gordo, calvo y con bigotes de alambre que represente el mal oculto en el interior de los oscuros despachos de la corrupción. Un personaje alegórico que difumine los límites del mal, de la codicia y hasta el capitalismo con bulimia. Preferimos que sea un político, un empresario o todo un banco quien frote dos lascas para levantar las chispas asesinas o, cuando menos, devastadoras. Porque la otra opción es mucho peor. Porque si no ha sido uno de ellos, sean quienes sean ellos, ha sido uno de nosotros. Y eso sí que no lo podemos concebir, como no concebimos que alguien pueda violar a un niño, invadir Polonia, descoyuntar Palmira o asesinar a su pareja. No nos gusta ni presagiar el monstruo que llevamos dentro.
Viví a media distancia el incendio que se desató el pasado martes entre La Nucia, Callosa d’En Sarrià y Altea Hills. Tuvo lugar en una pequeña planicie, a orillas del Algar, en una zona rodeada de criaderos de nísperos protegidos con lonas beige. Toda la noche pude contemplar desde la falda de Aitana las bocanadas de fuego, los espasmos rojos que se retorcían contra los efectivos de bomberos. Pude sentir en su estadio más primario el terror de que se expandiera el apocalipsis. Pero también la hipnosis que nos impide apartar la mirada de una chimenea a pleno funcionamiento. Al día siguiente solo quedaba un rastro de ceniza mojada, uno de los olores más solitarios del mundo. Y la sospecha de que aquello podía ser obra de la alegoría de la avaricia, pero también de la adolescente que juega a ser mayor, del vecino rencoroso de un agricultor, del joven que se cree inalcanzable, de un caminante despistado, de la señora deprimida porque se siente abandonada por sus hijos. De cualquier pirómano de andar por casa. En realidad, al monstruo solo le hace falta una caja de cerillas.