Dejamos atrás agosto con un museo menos, porque a todos nos duele que se incendie un museo en Brasil, como nos afectó la destrucción de Palmira o el cierre de la última librería de un barrio al que nunca hemos viajado. Arde por completo un edificio del que jamás habíamos oído hablar, porque nadie habla de museos cuando visita Río de Janeiro, y nuestra melancolía entra en combustión, activa ese vestigio que guardamos cada uno en algún tejido de nuestro cuerpo que nos recuerda que en un momento de la historia todos nosotros formamos poco más que un clan cavernario. Ese gen fosilizado que impide que dejemos de mirar la chimenea, que nos deja atrapados en las llamas que chisporrotean con la música del invierno. De las llamas de un fuego de campamento, de las llamas de una hoguera en la playa, de las llamas que consumen un monumento de piedra y recuerdos que jamás habríamos pensado que estuviera tan cerca de Ipanema.
El humo del Museo Nacional de Brasil nos da lástima y tos a todos. En él ascienden los huesos de dinosaurio como en un crematorio paleolítico. Las vendas y los sarcófagos que nos recuerdan que los fanáticos de Egipto son la especie humana más extendida por el planeta. Las escamas de la madera, la hemorragia derramada de la aleación de los metales, los artículos domésticos y las joyas de palacio, los añicos del cristal de las vitrinas y hasta los archivos con los que pensábamos que nada de todo eso se perdería en las marismas del olvido. En el humo del Museo Nacional de Brasil viajan hasta los últimos sintagmas recuperados de idiomas que ya nadie habla, como en una torre de Babel que se desvanece en el aire antes de recibir el castigo divino. La poesía de las lenguas muertas flotando en las volutas del cigarro que nunca llegamos a fumarnos porque dejaron de fabricar nuestra marca.
Sentimos el museo brasileño como algo propio, no solo porque lo hemos visto reducirse a la ceniza del tiempo que ya no volverá. También porque con cada destrucción de un centro cultural recordamos aquella biblioteca de Alejandría de la que jamás tuvimos más que una acotación notarial, un mapa sin perspectiva y un spin-off de Umberto Eco. Porque cada vez que se pierde un legado histórico volvemos a ser aquel adolescente que lloró cuando las piquetas derribaron el cine más emblemático de la ciudad. Y desde la acera de enfrente, entre la neblina de cascotes, entendemos por primera vez que la vida es irreversible.