Todo empezó como un juego de niños. De esos que sirven para aprender los colores y las formas. La idea era encapsular a los más pequeños en un colorido mundo de fantasía donde el mal no existía. Se empezaron a modificar los cuentos infantiles para que las amenazas fueran vegetarianas, despistadas, edulcorantes, homeopáticas. Los lobos ya no comían niñas, las brujas no eran feas, las golosinas no engordaban y a los niños no se les castigaban las travesuras. En vez de escritores, los hermanos Grimm se convertían en monitores de campamento, en animadores de cumpleaños, en payasos capaces de sacar un conejo de su sombrero de gomaespuma. La literatura de valores acababa de nacer. (Y, sin embargo, nadie parecía darse cuenta de que los peligros existen, de que las acciones originan sus consecuencias, de que salir al bosque en plena tormenta no puede considerarse una excursión).
El método funcionaba y era más sutil que las piras de libros de Ray Bradbury. Todo siguió como un juego de niños. De esos que sirven para calibrar dónde han puesto los padres los límites. Se pasó a orquestar pequeñas campañas contra los clásicos que no se dejaban modificar así como así. Huckleberry Finn fumaba y usaba palabras malsonantes. Matar a un ruiseñor se convertía en un alegato racista. Incluso cuadros como el de Thérèse duerme excitaba la imaginación de una madre escrupulosa que veía demonios donde sesteaba la placidez. Se invocaba un mundo anestésico, una sociedad epidural en la que ningún grito podía sobrepasar los decibelios que marcaban los oídos más intolerantes. A alguien, quizá, se le ocurrió llenar de colores el Guernica, para que la guerra no fuera más que un estallido de petunias. (Y sin embargo, nadie denunciaba el imperio de la literalidad, nadie exigía el retorno del contexto, del entrelineado, de la denuncia que suele imperar en la mera evocación de la realidad).
La ocurrencia se extendió como la gripe en un parque de bolas. Hasta algunos historiadores llegaron a aplaudir que se alterara el final de la ópera Carmen, con el fin de que se ajustara a su escala de valores. Todo valía para denunciar el machismo, incluso alterar las últimas páginas de un libreto que formaba parte de la historia de la lírica. También se censuraron los textos filonazis de Céline, una operación mucho más sencilla que analizarlos en las escuelas, que dotarlos de una edición crítica, que situarlos en un nudo de la historia que todavía no hemos sabido superar. Todo valía para erradicar la maldad del corazón de los hombres. O, cuando menos, para darnos la razón. (Y sin embargo, a nadie se le ocurrió que siglos después, sería muy complicado explicar la existencia de propuestas contrarias a un mal que nunca había existido, ya que todos los clásicos se habían cubierto con varias manos de pintura inoxidable).
Y entonces, alguien se acordó de aquella escena de la película Jarhead en la que los Marines americanos jalean la carga de los helicópteros de Apocalypse Now bajo los acordes de Wagner. No habíamos entendido nada.