Los indígenas de Sentinel del Norte, una isla del litoral indio, carecen de tecnología avanzada. Es más, viven rupestremente. Las fotografías existentes los muestran como las siluetas oscuras, más alargadas que delgadas y armadas con un rudimentario arco de madera, que pueden visitarse en todos los emplazamientos turísticos que prometen un paseo por la era de las cavernas. Pero vivir tan al margen del planeta, en un mundo levemente anterior a la invención de la rueda, no quiere decir que carezcan de memoria. Por eso no quieren que nadie les visite. El mes pasado, un misionero norteamericano, John Allen Chau, trató de desembarcar en los dominios sentineleses para acristianar a toda la tribu. Murió en el intento. Con toda seguridad, porque los miembros de la comunidad saben que alojada junto a la sonrisa que exhibimos como tarjeta de visita, están nuestras creencias, nuestras costumbres, nuestros virus, nuestra intolerancia y nuestra innecesaria crueldad.
Vivimos fascinados por todo aquello que escapa a nuestro alcance. El interior de un volcán, por ejemplo. Los fondos marinos abisales. La frontera del Sistema Solar. Y las tribus que viven ajenas al progreso del ser humano. En el fondo, con los indígenas perdidos del Amazonas, o de las selvas de Borneo, o con los mismos sentineleses, nos comportamos como los parientes mayores que en cada boda nos preguntan si seremos los siguientes en casarnos. No entendemos cómo se puede vivir sin aritmética, sin penicilina y sin neveras. Y, peor todavía, no entendemos cómo hay quienes eligen vivir sin todo eso. Nosotros, que en un simple móvil llevamos todo el conocimiento del universo, somos incapaces de comprender que guardamos un conquistador, un colono, un misionero, junto al botiquín de los antibióticos.
La diferencia de los indígenas de Sentinel del Norte con el resto de tribus es que ellos sí que saben que existimos. No nos separa de ellos más que una orilla. No están aislados por el espesor de la jungla. No nos identifican con un centauro. No somos el dios amarillo que esperan que caiga del cielo. No somos seres pálidos que intercambian almas por cuentas de plástico brillante. No han preferido dejar de lado la tecnología porque así se lo ha dictado un espíritu sagrado. Saben lo que es un avión, una cámara de fotos y una Biblia. Al menos, saben que lo han visto. Pero no necesitan nada del exterior. No quieren ir al cine, no quieren colchones de látex, no quieren que su esperanza de vida se duplique, como mínimo. Quieren estar lejos de quienes siempre han intentado cambiarles. Algo que los de fuera somos incapaces de asumir.