La orilla que mira

Reconforta levantarse cada mañana, ir al lavabo, abrir el grifo para lavarnos la cara y cruzarnos con nuestros ojos hinchados y caucásicos, nuestra nariz enrojecida y caucásica, nuestra boca empalagosa y caucásica, nuestro pelo revuelto y tan caucásico. Saber, de un solo vistazo, mientras dejamos que corra el agua hasta que salga caliente, que no tendremos que zarpar mañana temprano en la barca en la que nos jugaremos la vida para cruzar el Mediterráneo, que nuestras placas tectónicas están bien ensambladas y no tendremos que compartir arroz y jergón con más nepalíes tan pobres como nosotros, que no tendremos que llorar la muerte de nuestro hijo negro, con sus ojos negros, su nariz negra, su boca negra y su pelo revuelto pero negro, porque ningún policía va a provocar el estallido de una revuelta social, que nuestra sangre servirá para atender a los supervivientes de un naufragio, a los supervivientes de un terremoto o a los supervivientes de un enfrentamiento racial en las calles más pobres de una ciudad empobrecida porque no somos gais europeos. Somos blancos, heterosexuales y en nuestro país que no tiembla, el arroz lo cocinamos hasta con bogavantes.

Orilla

Nos alegra estar en la orilla que mira.

Después de arrancarnos las legañas con agua tibia, recordaremos a los políticos que gastan nuestros impuestos en blindar nuestras costas, en vez de invertir en los países de origen de los inmigrantes para que no sientan la necesidad de salir. Y chasquearemos la lengua para mostrar nuestra desaprobación. También a aquel turista que se quejó del trato recibido en Katmandú, de ojos, nariz, boca y pelo caucásicos, en vez de pensar que un español vivo era la última de las prioridades de un país arrasado por la naturaleza, lleno de muertos y heridos, despojado de sus templos, con sus montañas desangradas, con sus ingresos turísticos cercenados. Y chasquearemos la lengua otra vez. Mientras ponemos la cafetera a calentar, discutiremos con nuestras parejas sobre las leyes europeas que pretenden impedir que los gais puedan donar sangre, a causa de la lepra del vicio, la depravación, la lascivia y la promiscuidad que, en la actualidad, los convierte en víctimas del sida tan propicias como nosotros. Chasquido. Y, finalmente, encenderemos una radio que no escucharemos porque comentaremos con pesar que la discriminación racial nos parece increíble en un país gobernado por un negro, en el mismo país que alumbró a Martin Luther King, en, fíjate qué ironía, la que dice ser la primera potencia mundial. Y aquí no chasquearemos la lengua, sino que sorberemos la última porción de galleta empapada en café mientras reímos con la historia de la madre que arrancó a su hijo de la batalla.

Y sentiremos compasión por los negros de África, por los pobres nepalíes, por los negros de Baltimore, por los gais europeos. Pero seguiremos en el bando que legisla. En la heterodoxia sexual. En la lejanía que envía giros a las ONG. En la orilla que únicamente usamos de atalaya para observar que los otros están peor que nosotros.

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2 pensamientos sobre “La orilla que mira

  1. No se si es rabia lo que desprende, sarcasmo, o sencillamente describe la realidad tal y como es el despertar de un día cualquiera.
    Me ha parecido de lo mejor del «faro del impostor»

    • Gracias, Noelia, por tu comentario. Este post nace de dos situaciones: la entrevista que el periódico en el que trabajé realizó a un turista en Nepal y las vivencias que contó un buen amigo que también estaba allí cuando tuvo lugar el terremoto. Sigue paseando por el Faro. También es tuyo.

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