Las bragas de Thérèse

Thérèse duerme. Es toda la información que nos ha querido dar el autor del cuadro. Sin más antecedentes, sin más datos, sin contextos, sin todo aquello que enturbia la mirada de quien se acerca por primera vez a una obra de arte y que permite inventarnos una historia. Thérèse es una niña en el filo del fin de la inocencia. Da la impresión de que acaba de llegar, por fin, a su casa, después de un día agotador. Probablemente, ayuda en alguna cocina, en algún taller de costura, de repartidora en alguna panadería. Cualquier labor apropiada para una niña francesa de clase baja de la época. Thérèse no va sucia, no parece hambrienta ni pobre. Es solo una muchacha que colabora en la economía familiar y que, cuando llega a casa, da de comer al gato y se recuesta sobre una silla esponjada con un almohadón. Es su rincón, está relajada. Y se duerme. Sin forzar. Junto a una ventana por la que entra la última luz de una tarde de primavera avanzada, con un calor aún leve que ya deja rastro en las mejillas. La familia aún tardará. El gato bebe. El tiempo, claro, no se detiene. Pero Thérèse, sí.

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‘Thérèse duerme’, cuadro de Balthus que se exhibe en el Met de Nueva York. / METMUSEUM.ORG

Vamos con los datos. Unos pocos. El cuadro se exhibe en el Metropolitan Museum de Nueva York (Met). El autor es Balthus, un artista franco-polaco que creció bajo el expresionismo de entreguerras y que se especializó en retratar niñas preadolescentes. Ángeles de inocencia, las llamaba. La modelo se llama Thérèse Blanchard y tiene doce o trece años, esa edad en que solo tendría que haber ido arrinconando poco a poco sus muñecas, si no hubiera tenido que ganarse un jornal para ayudar en casa. Esa edad en que sus responsabilidades tendrían que haber consistido en sacar buenas notas, bajar de los árboles con cuidado de no caerse, tratar de rasguñarse lo menos posible las rodillas, correr más que los chicos y saltar mejor los charcos, no atiborrarse de dulces. Esa edad en que aún nada le impedía bañarse desnuda en el río, enseñar los muslos al ir en bicicleta o caer de culo con falda y sin pudor. Esa edad que se pierde de un día para otro y que aún no impide desmadejarse en casa con la falda arremangada, los calcetines cortos y las piernas sin cerrar.

Thérèse descansa. Pero una visitante del Met ha tratado de desvelar su sueño. De sacudirle el hombro. De advertirle de que se le ven las bragas. Como si ella no lo supiera, como si a ella le importara. Una mujer que no sabe mirar cuadros ha pedido que lo retiren por respaldar el voyerismo y la cosificación de los niños. Por su sugerida sexualidad. Porque ofende. A ella, al menos, y a las casi 9.000 firmas que ha recabado. Quizá la hipersensibilización, quizá el pecado, quizá la represión, quizá la literatura de valores, quizá la perversión, quizá una sociedad en permanente estado de alerta, le han robado a la espectadora la memoria de ese momento en que ella también fue inocente, como Thérèse, y miraba a otras niñas que jugaban y dormían y estudiaban y corrían por la calle sin más preocupación que la de no crecer demasiado rápido. Pero nunca aprendió a mirar cuadros. La respuesta del Met ha sido tajante. Tal vez convenga más impulsar el debate que la censura. Y que Thérèse siga descansando. Tan tranquila.

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