Las fronteras del cine

Cannes está discutiendo si el cine existe fuera de las salas. Ha prohibido que las películas producidas por Netflix, que no están pensadas para la gran pantalla, concurran a su palmarés. Es más a lo que se han atrevido otros certámenes y academias cinematográficas. Quizá porque Cannes es un universo en sí mismo. Quizá porque se desarrolla en un país, Francia, donde se valora la cultura como aportación al progreso del ser humano. Quizá porque engloba a todas las partes de la industria, incluidos los exhibidores y los espectadores. El debate nutre la accidentada historia de un arte que mezcla demasiado espectáculo en su alquimia de sueños. Pasó con el sonido, pasó con el color, pasó con el vídeo, el celuloide y las tres dimensiones. El cine anda buscando constantemente sus límites y ahora toca definir las fronteras geográficas. Todo, en defensa de un rito que lucha contra los que creen que ver películas en un ordenador o en un móvil es ver películas.

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Reproducción de una ilustración de Pablo Auladell para ‘La feria abandonada’.

Netflix y sus competidoras han contribuido en gran medida al resurgimiento de la industria y, sobre todo, a frenar la sangría de la piratería. Por primera vez, las descargas ilegales han bajado y en la calle ya se habla más de Stranger Things que de Torrent. Un precio asequible y una oferta en constante movimiento parecen ser las condiciones que necesitaba el cine para que internet desechara su secuestro. No se trata, no obstante, de una plataforma para cinéfilos. La oferta de series está bien alimentada. De hecho, comienza a generar una gula irrefrenable que en algún momento puede estallar, como el hígado de una oca. La calidad es discutible, víctima probablemente de las prisas por engordar el negocio. Incluso ha llevado a la anteriormente prestigiosa HBO a rebajar su listón –prepara cinco spin-off de Juego de tronos– y dejar atrás la premisa de David Simon, uno de los creadores de The Wire: “Que se joda el espectador medio”. También han encontrado su hueco los documentales, películas de difícil promoción, y cabría esperar una eclosión de cortometrajes, acomodados en un rincón de la programación al que, sin duda, alguien se acercaría a curiosear. Su oferta de largometrajes de ficción, en cambio, es muy deficiente, con un catálogo de éxitos recientes que todo el mundo ha visto, saldos y retales y algún clásico para disimular en una lista sin criterio alguno.

El foro abierto por Cannes apela al núcleo mismo del cine. A la esencia. Desde la invención del vídeo doméstico, los creadores han recaudado más en productos colaterales que en las taquillas. Y plataformas como Netflix no son más que otro canal para la difusión del cine. Lo que se discute en La Croisette es la liturgia del invento de los Lumière. Cuál es la estrella alrededor de la que giran los planetas. Está en juego la nostalgia, las pipas, el ruido del proyector, las luces apagadas, la fila de los mancos. Está en juego el ritual de elegir una película como excusa para escapar del sofá. Está en juego la única baza verdaderamente incontestable que tienen las salas, la pantalla grande y blanca donde se estampa la magia de las historias. Está en juego todo lo que hechizó a los mayores de treinta años. Pero no nos podemos quedar con eso como si nuestro único as en la manga fuera Cinema Paradiso. La nostalgia es un argumento que se debilita a cada segundo. Hay que encontrar la manera de demostrar que el cine no tiene sentido fuera de la butaca. Que la vida no tiene sentido fuera del cine. Habrá que confiar en Cannes.

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