Durante los últimos años de su vida pública, Luis García Berlanga tuvo principalmente dos cometidos. El primero, sacar adelante su sueño de implantar y afianzar una industria del cine en España. Lamentablemente, este proyecto acabó enterrado en una cuneta de la partida alicantina de Aguamarga, junto al mausoleo en el que se ha convertido la Ciudad de la Luz. Seguramente, porque el PP valenciano nunca leyó a Freud. El segundo de sus cometidos fue explicar cómo sorteó la censura durante la dictadura de Franco, un asunto que le permitía extender su locuacidad y que a todos los asistentes les parecía prodigioso. Ahora que el Gobierno ha empedrado las calles con la nueva Ley Mordaza, las lecciones del maestro no solo se echan de menos, sino que han vuelto a adquirir la máxima vigencia. Porque enseñan que quien pretende esconderse de la ciudadanía tras el pesado cortinaje de una ley no es capaz de entender nada. Ni siquiera que le delatarán los pies, como en las grandes comedias de Lubitsch. Pero a los ministros de Rajoy no les gusta el cine.
Todos los estamentos políticos y sociales que no son el PP deben visitar otra vez el blanco y negro desgarrado y milagroso de El verdugo y Plácido, al menos. Berlanga y Rafael Azcona supieron untar ambos guiones con una parte de comedia y nueve partes de uranio enriquecido. Así, la historia del yerno que hereda el puesto de verdugo de su suegro para poder optar a una vivienda oficial y la del transportista que trata de cobrar una factura durante una Nochebuena nacieron resbaladizas, profundas, implacables y houdinis de sí mismas. Berlanga, a quien no hacía falta preguntar nada para obtener respuestas, subrayaba con frecuencia la anécdota del sonido de los trastos del verdugo, mucho más inquietante que su imagen, cercenada por los censores. Pero lo que nunca supo explicar es cómo le permitieron rodar la última escena. Quizá porque no hay explicación para los milagros.
Berlanga estallaba en una carcajada cada vez que recordaba que le prohibieron abrir una película con un plano general de la Gran Vía de Madrid porque podía haber rodado la salida de un obispo de un famoso burdel. “Y me molestó, porque a mí no se me ocurrió”. Pero la risa brotaba de la distancia. Reconocía que la sombra de los poderosos obligaba a esconder la verdad con más ingenio del habitual. Que estimulaba la imaginación. Que elevaba el nivel del producto. Que la inteligencia es la única respuesta posible contra las imposiciones. Y después, la única pregunta que contestaba tajantemente era la de si se trabajaba mejor contra la censura. No, respondía. Y desviaba la conversación hacia su erotomanía para no tener que detallar una vez más en qué consiste la libertad.