Para Antonio López Cruces
Lorca era un sumario de estrofas, una reseña en el periódico y una muerte que nadie quería explicar. Era un recuento de lunas, la gama de verdes que parecían azules, un repertorio de soleás y un muestrario de navajas bellas de sangre contraria. Era una función de tarde, una canción antigua, un pellizco de rebelión, una alfombra de versos sobre el campo andaluz. Lorca era, sin duda, una puerta entreabierta al erotismo, un botón desabrochado sobre el escote duro y frío de las muchachas, un reguero brillante entre muslos, el sexo clandestino con un retumbar de cascos lejanos al galope. Pero nadie lo había sabido sacar de la nota a pie de página, de la métrica de cartabón, de la oscuridad del lirio sucio de las páginas.
Entonces llegó la fuga, el delirio y el cambio de turno. Llegó el tiempo de los secretos desvelados. Y llegó el día en que el nuevo profesor hendió la pizarra con un solo trazo. Una grieta de tiza. La silueta de un monte. Leyó, del Romance sonámbulo: “Y el monte, gato garduño, eriza sus pitas agrias”. Añadió una cabeza de gato. Y sonrió. Por primera vez, la poesía tenía norma, pero también paraíso. Por primera vez, las palabras se despojaban de su adoquín de academias. Por primera vez, el goce de la lectura se mostraba desnudo, sin la matemática de las páginas. Verde que te quiero verde, verde carne, pelo verde. Lorca cambió el mármol por el aliento. Era un estremecimiento de metáforas, una corriente sanguínea, el resuello y el sudor. Un roce en la espalda. Un garabato en la arena. Una nueva forma de leer, sin fechas, sin números, sin explicaciones necesarias.
Fue Lorca, aunque ya nunca más solo Lorca. Más tarde salió al paso el Poeta en Nueva York, con su espanto de alquitrán, su triste comitiva de negros, su blando escondite de maricas que leían a Whitman. Sus barcos que buscan ser mirados para poder hundirse tranquilos. Mucho después, irrumpió el Omega, con estruendo de meteorito y un verde crujir de rinocerontes. Y más tarde aún, regresaron las lunas, los verdes, las navajas y los pechos de estaño. El rumor lejano del cante jondo. Pero nunca reaparecieron el orden ni los cajones ni la burocracia. Nunca resucitó aquel mundo destripado con la tiza de quien por primera vez me enseñó a leer, años después de aprender a descifrar las palabras.