A Circe
El otoño trae el regreso y la penumbra, da al alma consistencia de corcho e inunda el mundo de melancolía con su lluvia de gotas, hojas y escalofríos. Y hasta aquí, la prosa para señoras de mediana edad, para adolescentes que quieren ser poetas porque han leído a Baudelaire y para los mansos que heredarán la tierra sin siquiera tratar de entender que el hombre nacido de mujer es de poca duración y lleno de problemas. Porque la melancolía no es una taza de café caliente frente a la ventana donde chisporrotea la tormenta, el alma no existe y es una estupidez añorar un verano de instintos psicópatas como el que acabamos de padecer. Es un castigo intermitente, una miseria que embota la mente y disminuye los espíritus, la constancia inevitable del primer estatuto en la Carta Magna, de una ley eterna del parlamento: todos debemos morir. El impulso irracional que eventualmente nos impide mirar hacia otro lado.
Y no tiene biorritmos, no se rige por las leyes de la naturaleza, no dispone de un reloj con alarma. Es el enemigo que acecha a quien no ve nada más que restos de naufragio de las ciudades sobre las aguas que corren. La constatación de mil fracasos, el tormento de Sísifo, perpetuamente sufriendo y bajo un látigo miserable. La mañana en que te levantas y sabes distinguir entre la tristeza y la melancolía, la tarde en que te cruzas con esa persona a la que no sabes explicar por qué no puedes sacarte de la mente los temas en los que menos quieres pensar. La certeza de que la angustia no se acaba porque cuanto más se ha vivido, peor se puede haber sido. Una zancadilla a destiempo, un error de programación del calendario, un extraño talento que mejora la comprensión del ser humano mientras teme lo que no hay que temer, lo que no tiene importancia.
La melancolía es un pánico repentino, el irremediable dolor que algunos no sienten, el pellizco de alivio que sucede a una buena noticia en la consulta del médico, una pesadilla en la que Jacques Brel te conduce hasta el puerto de Amsterdam y te ves mezclado con asesinos de todo tipo, marineros, furiosos y fugitivos. El temor, la tristeza, la sospecha, el pudor rústico, el descontento, las preocupaciones y el cansancio de la vida te sorprenden en un momento y no puedes pensar en nada más, en otoño o primavera, en soledad o acompañado de tus hijos, con tu constancia o tu desidia, con tu sueldo a fin de mes o tu finiquito por resolución de contrato. Es mirar hacia otra luz y no preguntarte si de estas cosas que pasan, solamente importan las cenizas o las sombras. Es, también, la única manera de escapar de la frustración. Y de las señoras aburridas, los poetas lánguidos y los mansos herederos.
(Este texto incluye extractos del libro Anatomía de la melancolía de Robert Burton, editado por Alberto Manguel para Alianza Editorial)