A veces, el periodismo no consiste más que en ver lo que nadie quiere ver. Es un traqueteo de trenes que nadie usa, el hilo que une dos puntos que nadie conoce, el relato de un hombre que grita mientras los mandatarios de turno se aclaran la garganta con mentol. Es un periodismo que cuenta las salpicaduras de sangre de un paredón con las botas manchadas de barro, que escucha el rumor melancólico de la gente que viaja en metro hacia un presente que no le gusta, que adivina el motivo económico que descerrajó el primer cañonazo de una guerra, que encuentra la pisada del primero que huyó del horror. Mientras sus libros no digan lo contrario (solamente hay uno editado en español) y los exégetas de la prisa no se atrevan a desmentirlo, ese periodismo a pie de calle de rictus contrariado y mirada triste es el que la Academia sueca ha querido premiar con el Nobel de Literatura para la bielorrusa Svetlana Alexiévich. Considera que su obra está repleta de “escritos polifónicos” capaces de erigir “un monumento al sufrimiento y al valor en nuestro tiempo”.
El Nobel premia así el talento que pueden desprender las preguntas adecuadas, el cansancio que genera la búsqueda de respuestas y la punzada de tinta que hay detrás de cada derrota. Pero aprovechan los suecos también para elevar a los titulares a una perfecta desconocida, uno de los pocos cometidos que la Academia no heredó de Alfred Nobel y las plusvalías de la dinamita, sino de la onda expansiva de la cultura popular. Con cada hallazgo de Estocolmo, se activa otro periodismo que trabaja en el tiempo, no en el espacio. Es el de lejanía, el de piloto automático, el que decora las noticias con un gazpacho de datos simplemente porque el ciclo de la vida ha vuelto a tropezar con el Nobel de Literatura. Y en el glosario de las urgencias, pone que Alexiévich ha documentado con un puzle de voces ajenas la nostalgia del socialismo soviético, la cronología de la guerra de Afganistán, la mirada de sal de quienes tuvieron que dejar atrás el entorno de Chernóbil. El otro periodismo ha cumplido. Que pase el siguiente.
Queda un último periodismo. El que no viaja en vagones de tercera ni responde a ecos remotos porque para eso están las agencias y las páginas de nacional. Es el de los redactores que acaso leerán alguna vez a Alexiévich. O quizás no. El de los debates sobre la Academia sueca y sus costumbres. El que enfrenta a los que habrían preferido que el premio fuera para Bob Dylan contra los defensores del canon establecido. El de aquellos para los que el Nobel tiene el mismo impacto que el de un lector. El que mañana amarilleará la estela del galardón para husmear en las alcantarillas de la política local. Y puede que se manchen de barro, puede que les salpique la sangre, puede que huelan el origen de una guerra de precios, puede que escuchen un secreto en voz baja. O puede que se dejen sobornar por la publicidad institucional. El peligro está en todas partes.