Dostoievski ya lo hacía. Al frente de la revista El Ciudadano, reflejaba una y otra vez las miserias humanas a través de casos de malos tratos a los niños. Casi como una obsesión, un clímax de terror para un escritor poseído por el juego y los demonios. En siglo y medio, los periodistas siguen centrando su mirada en la infancia, como terrible víctima colateral de los desastres. Tres adolescentes asesinados fueron la espoleta que activó el último estallido israelí y la invasión de los territorios de Gaza. El cruce de proyectiles sobre la frontera judeopalestina no fue más que un peloteo de entrenamiento en el wimbledon mortal de la Tierra Prometida hasta que cuatro niños palestinos fueron masacrados por un misil sin destinatario en la orilla de una playa donde solo debería haber cangrejos, un tesoro de guijarros y risas de arena y sal.
Pero los niños no deberían estar al final de un bombardeo, sino al principio de la paz. Y el problema está en que no les dejamos jugar. A un lado y otro de la frontera, las operaciones matemáticas elementales no suman más que muertos, todos los sustantivos nacen de la raíz del odio y la nota de corte la marca la religión. Donde debería correr una pelota de trapo, corre el miedo. Donde debería volar una cometa, vuela el miedo. Las bicicletas se engrasan con miedo. Y Mario no recorre tuberías para rescatar a su princesa, sino para escapar del miedo. La única alternativa está al otro lado del muro, donde el odio le ha ganado la partida al gigante egoísta de Oscar Wilde y los niños acaban asados en un horno de los Grimm. Los tres adolescentes judíos no querían ser más que Amundsen. Los cuatro palestinos, Robinson. Pero no les dejamos jugar.
Y cuando crecen, se confunden. Es cuando creen que la vida es un Monopoly sangriento, un Warhammer real. Que las únicas instrucciones son el honor y la venganza. Que los dados marcan la cifra de víctimas y que los colores del parchís son los de la bandera que cada cual cuelgue en su jardín. Mientras, la ONU sigue convencida de que al Risk se juega intentando no invadir y el resto de países –aquellos que no son Israel o Palestina, o Siria, o la ex Yugoslavia, o los lindes políticos africanos- juega al escondite y a las cuatro esquinitas tiene mi cama. Y todo, porque de pequeños no les dejamos jugar.