Para C., persona extraordinaria
El primer año tuvo la mejor de las intenciones. Por un lado, había unos niños cuyos padres no tenían los recursos necesarios para hacer frente a los regalos de Navidad. Tampoco, quizá, las tenían todas consigo en el ámbito moral. Pero si había algo de eso, se vino abajo enseguida. En cuanto la asociación del barrio, a la que ella había puesto en aviso, se presentó en su portal y dejó un montón de paquetes para los críos, que no sabían dónde meterse. Lloraban, abrían los ojos, miraban a todas partes, se enganchaban a sus padres, reían y rasgaban el envoltorio, todo a la vez, todo en una frenética danza de emoción y sorpresa, todo sin preguntar. Había unos niños, unos juguetes y un truco de prestidigitador, nada podía fallar. Y no falló.
Al año siguiente, lo olvidó. Y los niños quizá eran demasiado pequeños como para no darse cuenta. Puede que la menor no lo recordara. Pero el mayor se pasó toda la noche asomado al balcón, con toda la desolación de la vida real en el rictus de la boca. Esperaba un estallido de luz, un dragón de rostro amable, un robot tripulado. A lo mejor le habían contado que son unos renos que conducen un trineo. Daba igual. El caso es que nadie llamaba a la puerta, no había juguetes, no había magia, no había nada. Probablemente le costaría poco recuperarse, volverían las vacaciones con sus primos, la visita de la abuela y una tarde de pesca con papá, a la orilla del mar, con boya. Pero aquella noche hubo una estrella fugaz menos en su cuenta.
Este año no podía pasar lo mismo. Tenía que acordarse de ellos. No podía repetirse una noche como la última. Había que volver a convocar al fogonazo, al dragón, al robot o al reno que hiciera falta. Había que volver a llamar a la puerta y esconderse tras la esquina del zaguán. Había que alimentar la fantasía y la ilusión, que al fin y al cabo era lo que importaba. Lograr que los niños siguieran siendo niños. Dos días antes de Nochebuena, abrió la agenda y leyó que tenía que acordarse de ellos. Se creía tan despistada, que lo apuntó un año antes, para no olvidarlo. Pasó por la juguetería más cercana, eligió artículos que pudieran intercambiarse entre el mayor y la pequeña y pidió que los envolvieran para regalo. No era tan difícil. Solo tuvo una duda. Así que preguntó a los padres cómo se escribían los nombres de Ahmed y Kamra, para las etiquetas de los paquetes. No fueran a pensar que Papá Noel no tenía ni idea de árabe.