Nunca seré un buen periodista

Debo reconocer que ni lo dudé. Vi la cascada de artículos que recogían las declaraciones del fiscal de Marsella, todos con un titular similar que decía que fue el copiloto del Airbus quien estrelló el avión contra los Alpes. Y vi claro el suicidio. Sin embargo, esta posibilidad no se mencionaba en ningún artículo. Pero sentí el chasquido del frío, como el de un tupper recién sacado del congelador. Sentí la tristeza de una mañana de febrero en el ambiente. Sentí que la sociedad miraba, como de costumbre, hacia otro lado, porque el suicidio es como ese día en que cambias tu camino habitual, cruzas hacia la acera que nunca recorres en tu día a día, levantas la mirada y ves los edificios que nunca ves. Están ahí, pero no forman parte de tu vida. Sentí la incapacidad de entender una decisión que solo encaja con sentido en las novelas de Murakami. Sentí la vanidad suprema de pensar en quitarte de en medio. Sentí el horror de hacerlo con 149 personas a tu cargo. Sentí la extrema complejidad, el reflejo empañado de una mente enferma.Accidente

Antes del escalofrío del fiscal, los medios de comunicación iban dando bandazos. Este texto también. Las causas eran el principal objetivo del trabajo periodístico. Un artículo de opinión de El País señalaba que el exceso de tecnología en los aviones estaba llevando a la relajación de los pilotos. HAL 9000 no ganaba por conciencia artificial, sino por dejadez humana. Era estremecedor y entreabrió la puerta del Faro. Hasta que apareció la exclusiva del New York Times. Las conversaciones recogidas en la caja negra rescatada apuntaban a que uno de los pilotos se había quedado fuera de la cabina y sin poder volver. Y todo cambió. Este texto y las preguntas del periodismo. Del cómo se pasó al por qué. El interrogante definitivo. La esencia misma de la profesión.

Sin embargo, yo creí leer la palabra suicidio donde jamás fue pronunciada ni escrita. En los perfiles sociales de mis amigos y compañeros de profesión aparecían las dudas tras la rueda de prensa del fiscal. El no me lo creo. La suspicacia de quien está acostumbrado, con buen criterio, a observar la realidad con los ojos entrecerrados. La velocidad con que se ha descartado el ataque terrorista por el simple hecho de que el copiloto no se llamaba Ahmed. La sospecha, la incredulidad, el cinismo. Por qué. Y yo seguí con una sola obsesión. La crudeza de ver morir a uno o más familiares y que los investigadores te cuenten que, quizá, fueron víctimas de un suicidio. Tan simple. Tan atroz. Vi la determinación del copiloto mientras se acercaban las paredes alpinas. Vi el alma congelada de parientes y amigos, la desesperación, la incomprensión, el duelo, las lágrimas del primer aniversario en marzo de 2016. Ahora que se apunta a una depresión por ruptura sentimental, veo la tortura de la exnovia, con 150 muertes que no se podrá quitar de encima. Una historia de nieve y luto, como en El dulce porvenir, la novela de Russell Banks adaptada al cine por Atom Egoyan donde un accidente del autobús escolar deja sin niños a todo un pueblo. O como las muertes sin culpable de La cinta blanca de Michael Haneke, que pone el acento en el germen de la maldad. Mis compañeros insisten en el por qué. Y no sé cómo tomarme haber cambiado las causas por las consecuencias. Haberme decantado por el ingenuo sendero del ahora qué.

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