Papirosexia

Las primeras revistas pornográficas de nuestras vidas solían estar bajo la cama de nuestros hermanos mayores, en un rincón de nuestro apartamento alejado de todo rastro de civilización o bajo la estatua de una virgen que coronaba una colina junto a nuestro colegio. El poster central del Playboy era para nosotros como las Cataratas Victoria para Livingstone, pero en papel de gran gramaje. Era el final de un camino que tan solo acababa de empezar. Creíamos saberlo todo con aquellas fotos de coños, tetas y culos hiperrealistas, aunque en realidad solo percibíamos la dureza de nuestra erección adolescente y un catálogo de lencería al alcance de pocos bolsillos. Ignorábamos la tersura de los pechos, el olor de una piel recién duchada, el escalofrío de la uña que recorría nuestra espalda, la blancura de un hombro desnudo, el hueco húmedo del vientre de la mujer y el inesperado pinchazo de un mordisco en los labios. Al salir de clase, al fugarnos de clase, recorríamos el camino que conducía a un cañaveral estratégicamente situado junto al colegio femenino de enfrente y allí, ante un paraíso de camisas blancas, faldas plisadas de cuadros rojos y calcetines hasta las rodillas, sospechábamos que el universo era infinito mientras certificábamos que el sexo nos cabía en una sola mano.Reflejo

Y entonces llegó Pris. La androide de los burdeles extragalácticos, la de las piernas de cota alta, la de los ojos tuneados de negro, la de la sonrisa de lolita desamparada, servía de cebo para atrapar a J. F. Sebastian en Blade Runner y despertaba en nosotros el desacato de la orden divina de crecer y multiplicarnos. El sexo era tan estéril como inseparable de la condición humana. La colonización del cosmos era como la del Oeste, florecían los saloons y el can-can de las enaguas justo después de la explotación de minas y el tendido de las redes ferroviarias. Los muslos de Pris servían tanto para reciclar el semen sucio y polvoriento de los obreros interplanetarios como para atenazar la cabeza del héroe de las historias que nunca viviríamos. Y, sobre todo, su extinción a balazos demostraba que el amor duraba los cuatro años de esperanza de vida de un Nexus 6 como Roy Batty, mientras que el sexo era fácilmente sustituible por esa compañera de universidad que se parecía un poco a Daryl Hannah y con la que, con suerte, follábamos veinte años después de que nos hubiera desdeñado mil veces, cuando Daryl Hannah ya interpretaba a la asesina disfrazada de enfermera tuerta de Kill Bill.Reflejo 2

Con el tiempo aprendimos todas estas cosas. Aprendimos también que las playmates podían acabar atiborradas a pastillas entre pesadillas carnales, guiones que jamás se rodarían, fotos autografiadas y primeras ediciones del Ulises de Joyce. Que los orgasmos podían causar placer, sueño, manchas, agotamiento, dolor, adicción al tabaco, rechazo, ruidos, abusos, amor, tedio, sorpresa, delitos, traumas, carcajadas, tabúes, infartos, canciones y palizas de muerte. Con los años conocimos el efecto afrodisíaco de la saliva, el calor de la piel en la madrugada y la importancia de los kleenex en una vida sexual sana. Y a veces echábamos el polvo de nuestras vidas con una desconocida, o nos resultaba imposible eyacular ante la certeza de que aquella mujer de nuestra vida nos iba a abandonar, o encontrábamos a la nueva mujer de nuestra vida al constatar que pensábamos en ella continuamente al masturbarnos.

El sexo se matizaba mientras acumulábamos cataratas victorias. No nos dimos cuenta de que el big bang desembocaba en Pris. Las revistas pornográficas se convertían en páginas web con acceso a vídeos gratuitos, en el mayor negocio de la red con solo un 4% de IVA. Y cuando en internet ya pudimos encontrar vídeos de sexo con dinosaurios, cuando el cine y la televisión dejaron de convertir el furor en un baile de sábanas limpias, cuando los parlamentos debatían sobre las tendencias sexuales y la píldora del día después, Playboy decidió dejar de publicar desnudos y los visionarios aseguraron que el sexo con robots llegaría en 2050. Solo entonces sentimos que estábamos en la orilla del Nuevo Mundo y que nos tocaba volver a empezar.

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