Puertas cerradas

Esta semana, ha salido a la luz el caso de la candidata a la Alcaldía de Ávila por Podemos, Pilar Baeza. Con 23 años, participó en el asesinato de una persona a la que había acusado, nunca presentó pruebas, de haberla violado. Su novio de entonces y un amigo dispararon al presunto agresor con un arma que les prestó ella y, después, lo arrojaron a un pozo. Todos fueron detenidos. Baeza fue condenada a treinta años de prisión, de los que cumplió siete. Ahora la alcaldable abulense tiene 54 años, una carrera política, ningún antecedente penal y la obligación de dar explicaciones por un asunto que ya purgó hace casi treinta años. Y que la sociedad es incapaz de asumir. La reinserción existe. Las cárceles no son meros contenedores de delincuentes. Debemos confiar en la aplicación de la Justicia. Pero los seres humanos nunca superamos los recelos ni nos conformamos con el rencor, que siempre tratamos de metamorfosearlo en venganza fría.Reinserción

El caso de Baeza vuelve a demostrar que no tenemos claro el concepto de prisión. Quizá convendría que, en alguna ocasión, todos estuviéramos obligados a visitar una. La mejor adaptada al sistema penitenciario del siglo XXI. Aquella en la que podamos practicar cualquier tipo de actividad. Incluso alguna de las que alberga a los nombres más conocidos de la alta sociedad. La de Urdangarin, la de Rato, la que tuvo a la Pantoja entre sus reclusas. Da igual. Alguna que disponga de gimnasio, de jacuzzi, de sala de ordenadores, de una enorme biblioteca, de comedor con catering exclusivo. La que concentre los experimentos sociales más avanzados, en la que no haya barrotes, ni urinarios en las celdas, ni presos intimidatorios, ni duchas comunes, ni funcionarios con porra ni, mucho menos, agentes armados en las torretas con un palillo y gafas de sol de espejo. Pongamos que visitamos una cárcel que aúna todas las ventajas de un complejo hotelero con oficinas con amplios ventanales por donde entra la luz natural. Da igual. Siempre habrá una puerta cerrada. Y por muy confortables que sean las instalaciones, acabaremos por sentirnos como López Vázquez en La cabina.

Eso, por un lado. Por el otro, invoquemos a ese ser civilizado que, presuntamente, todos albergamos en nuestro interior. Tratemos de pensar que las condenas están pensadas para rehabilitar a quienes han cometido un delito. El que sea. Luego ya llegará el momento de discutir si hay justicia para todos, si hay casos en los que la pena tendría que ser mayor, si hay presos reincidentes que no parecen tener perdón. Esa es materia de otra discusión. Nadie que no haya entrado en una prisión puede sentir el agobio de una puerta cerrada. Pero sí habrá luchado alguna vez contra el desprecio de quien no le ha sabido disculpar por cualquier tontería que, años después, sabemos que jamás repetiremos. El desdén de la pérdida de algún amigo. El olvido de una pareja a la que nunca volvimos a ver. Una sociedad que no da una segunda oportunidad a quien se ha equivocado y ha pagado por ello no es más que un conjunto de individuos rencorosos. Una inquisición con penicilina y móvil 4G.

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2 pensamientos sobre “Puertas cerradas

  1. Bueno, creo que es un tema con muchas «aristas» y que en una sociedad en la que «haber copiado en primero de infantil» ya es motivo suficiente para que si estás en la escena pública seas «condenado a la hoguera» es motivo para que, como sociedad, como consumidores de noticias y los periodistas, como propulsores de ellas, tendríamos que ‘hacernoslo mirar»

    • Creo que ya antes de la era de la crispación que vivimos actualmente, el asunto de la reinserción se prestaba a todo tipo de recelos y prejuicios. Nunca hemos querido entenderla.
      Muchas gracias, Laura, por tu participación. Este es tu faro, vuelve siempre que quieras.

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