No debemos confundir septiembre con la sala de espera de un avión. No debemos tratarlo como a esa pareja a la nunca quisimos en tres semanas de relación y sexo. No podemos humillarlo, criticarlo, aborrecerlo, odiarlo, despreciarlo, tan solo porque su sol es un poco menos redondo y amarillo. Septiembre no es el olor a imprenta de los primeros fascículos, no es el rencor de la vuelta al trabajo, no es el último aliento del salitre y el cielo del verano, tan al alcance del deseo. No es el último cabo del continente ni paga más barato en la casa de apuestas de la melancolía. Septiembre no es la puerta de la depresión ni el triste responsable de anunciar los despidos. No es una rutina de manos pegajosas ni la mancha amarillenta que queda en los dedos mientras fumamos contra la ventana recordando otro agosto más en el que tampoco hemos sabido salir de debajo de la sombrilla de la playa.
Septiembre es, precisamente, ese cigarro que nos ayuda a recolocar la cabeza. Es un horizonte que se alarga y que nos obliga a depositar la mirada más lejos. Septiembre es esa edad en que empiezas a replanteártelo todo. El Ikea lleno de armarios que nunca sabremos montar bien y que, por supuesto, jamás adivinaremos con qué acabarán llenos. Es la incertidumbre con que nos acercamos a la estantería cuando hemos cerrado la última página del último libro. Es el primer día de colegio, es el sorteo en el que nos corresponderá ser brillantes, distintos, mediocres o acosadores. Es el vecino tranquilo que nos sorprenderá con un currículo espectacular o con el más atroz de los asesinatos. Es la calma, la siesta, el botiquín de urgencias en un momento en el que no caben las prisas. El ahora qué. El otra vez. El nunca más. Todo al mismo tiempo.
Septiembre no es el final, sino la duda que nos alimenta e impulsa. La pausa que nos define. Es un amarre en el puerto de Ítaca. Solo tenemos que decidir si abandonamos a Coelho de una puta vez o nos enrolamos en la nave de Conrad. Sin certezas, sin verdades, sin soluciones, sin consecuencias, sin cadenas de montaje, sin dosmasdossoncuatro. Sin garantías de que el salto de fe nos conduzca a ningún sitio. Porque no somos Indiana, nuestro padre no es Sean Connery y la vida es una zorra que esconde sus huellas en un arcón.