Sombras en la piscina

El miedo a no dar miedo fue el que alentó la Caza de Brujas del Hollywood de finales de los años 40. La paranoia de tener al enemigo demasiado cerca, de haber pactado con el Diablo para acabar con el demonio mayor de la perversidad humana. La Segunda Guerra Mundial supuso el triunfo de la alianza entre montescos y capuletos para torpedear el acorazado nazi. EEUU y la URSS en el mismo bando. Pero, al mismo tiempo, alentó a los tristes que veían en cada película americana de posguerra el fantasma del comunismo, que oían en cada diálogo de enamorados una psicofonía de los discursos de Lenin. Un puñado de desquiciados creó el Comité de Actividades Antiamericanas (CAA), una persecución de rojos que en realidad no existían, un entramado de sospechas que llenó Hollywood de colaboracionistas, chivatos, represaliados y exiliados. La mayoría de los interrogados optó por conservar sus sueldos. Unos pocos eligieron un silencio que los arrastró por las trincheras de la intransigencia hasta la resistencia y la clandestinidad. Entre ellos, el guionista Dalton Trumbo. Hoy se estrena en España la película que cuenta su historia.

SombrasNos gusta Trumbo porque representa el triunfo del talento frente a la intolerancia. Pese a que se le prohibió volver a trabajar en el cine, desde las sombras fue capaz de ganar dos Oscar, protagonizó una épica rehabilitación gracias a Kirk Douglas y Otto Preminger, que incluyeron su nombre en los créditos de Espartaco y Éxodo, respectivamente, y sobrevivió a su propia leyenda. Hasta dirigió uno de los mayores alegatos contra la guerra, Johnny cogió su fusil, en plena contienda de Vietnam, justo cuando Hollywood mudaba su piel gracias a Coppola, Scorsese, Spielberg y Lucas. Cuando ya no hacía falta sumarse a la masa uniforme. Cuando apocalípticos e integrados ya podían convivir en el mismo hábitat.

Pero la historia de la Caza de Brujas no es la de Trumbo, porque fue el único que pudo aguantar. La verdadera historia está en John Garfield, uno de los mejores actores de su generación. Él también se acogió a la Primera Enmienda para no declarar ante el CAA. Él también sucumbió al poder de los tristes, al miedo a no dar miedo. Su teléfono también desapareció de las agendas de los principales agentes. Pero no pudo esconderse, como Trumbo detrás del carro de su máquina de escribir, porque su oficio le obligaba a dar la cara. Y murió a los 39 años por problemas cardiacos. Con el paso del tiempo, nos regocija saber que siempre habrá un Trumbo que nos reconforte. Que el ser humano es capaz de generar la fuerza necesaria para resistir. Y olvidamos que también fueron seres humanos quienes permitieron que se impusiera el miedo, quienes miraron hacia otro lado cuando se diseminó lo inconcebible y quienes eligieron limpiar de sombras sus piscinas mientras fuera otro quien muriera en un hospital.

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