Debió de ser mucho antes de Dublín, pensó. Por el cine, quizá, o puede que por la literatura. En su vida, la realidad era leve y la fuerza de gravedad venía del resto de mundos. Quizá fue mucho antes, cuando ya en el colegio mentía para ser otro, alguien muy distinto del niño que soñaba con volar. Pero sin duda, Dublín lo consolidó, recordó. Seguro que hay un nombre para esto. Para la obsesión por ser el chico nuevo en la ciudad, el extraño con acento, el que abre los ojos en cada esquina porque le queda toda una ciudad por aprender. El antónimo de la nostalgia. El insomnio de estar en casa. La incapacidad de reconocerse en el pasaporte. Soy irlandés, repetía. Incluso veinte años después de Dublín.
El viaje no empezó como esperaba. Casi. Al salir del aeropuerto dublinés, mientras fumaba antes de coger el autobús, nevó. Apenas unos copos pálidos y breves como febrero. Los únicos de toda la semana que iba a estar allí. La primera semana de vacaciones de su vida laboral. Sonrió a la rubia que andaba despacio, que se encogía de frío junto a él con su gorro de lana hasta que se sentaron junto a la ventanilla para disfrutar del trayecto hasta la Custom House. El río Liffey reflejaba las fachadas de Temple Bar y el gris acerado de un cielo que estaba a punto de tropezar y venirse abajo. Nieve, un puente sobre un río, la rubia que andaba despacio y el traqueteo de la maleta sobre las aceras de Irlanda. Con menos que eso se puede escribir toda una antología de haikus. O, al menos, empezar un relato de Roddy Doyle.
La rubia escondía un secreto en su habitación. Así que tocaba Doyle. Y sofá. Y una semana de mañanas a solas mientras los españoles y la italiana del piso compartido fichaban en la fábrica de componentes electrónicos que reclutaba a la mayoría de mediterráneos de Dublín. Fue la pieza que completó el rompecabezas. La rubia que andaba despacio había sido una excusa. Dublín era el motivo. Los puentes, las puertas de colores, las huellas de Joyce y de Yeats, el fantasma de Wilde, una edición en español del Finnegan’s Wake, la Filmoteca, las bicicletas, los pubs, las señales en el suelo que advertían hacia qué lado había que mirar para cruzar, la luna llena reflejada en el Liffey frente a la fábrica de Guinness. El acento del sur, la visita de un fontanero rubicundo y simpático a quien tuvo que traducir del italiano de la madre de la italiana del piso compartido sin saber italiano ni casi inglés. La sección en gaélico del Irish Times y los anuncios por palabras de tertulias literarias que ocupaban dos páginas. Una excursión en tren a Dún Laoghaire, donde por primera vez midió el tamaño de los cuervos y la negrura de sus plumas contrastadas con el azul del Atlántico. Incluso una misa en inglés a la que acudió por la curiosidad del chico nuevo en la ciudad y de la que salió descreído en dos idiomas.
Y la librería de lance en la que estuvo dos veces. La primera, para preguntar por algún vestigio de Bram Stoker, a quien los irlandeses odiaban tanto como a Wilde por haberse trasladado a Londres. Allí le proporcionaron el contacto del presidente de la Asociación de Bram Stoker de Dublín, un profesor del Trinity College de piel transparente, guardapolvos marrón y mirada siniestra que le informó de que la única marca visible del autor de Drácula era una placa en el museo donde ejerció de funcionario. Y la segunda, para comprar una edición del Ulises en inglés, que acabó con una edición barata pero decente y en tapa dura en una bolsa de papel, pero empezó con el más temerario plan del robo frustrado de una espléndida primera reedición de la primera impresión en dos tomos con estuche y papel biblia, que costaba más de lo que había ahorrado para el viaje. Aunque no fuera demasiado, en realidad.
El viaje terminó, como terminan las cosas que no se acaban nunca. Hubo más cine irlandés, más literatura irlandesa, más paseos lentos tras el regreso de la rubia que andaba despacio, que había dejado su secreto atrás, más dudas de que todo hubiera germinado en Dublín. Hubo un viaje a otro país bien distinto veinte años después que certificó que sentía el insomnio de estar en casa, el antónimo de la nostalgia y la incapacidad para reconocerse en el pasaporte. Hubo cobardía y frustración, también otros sueños en los que ya no volaba. No hubo fotos que recordaran lo que nunca se le iba a olvidar. Soy irlandés, repetía, ya desde mucho antes.