Un chiste sin gracia

Cada semana trae a cuestas su chiste. En esta ocasión nos hemos podido reír con el de la concejala de Cultura de Valencia, Mayrén Beneyto, y su texto de despedida de la vida política plagado de faltas de ortografía. La mayoría se ha escandalizado por una cuestión que, en realidad, es mucho más habitual de lo que parece. La taquigrafía de los mensajes de texto que corren por las redes sociales se está extendiendo peligrosamente y nadie parece hacer nada para atajarlo. Es el resultado del nuevo culto a la velocidad, que devora día a día a la reflexión. Y no es un síndrome que afecta a casos puntuales, sino algo mucho peor. Es un síntoma de que esta sociedad se encamina hacia la incomunicación. No sabemos escribir. No sabemos puntuar. No vemos en la gramática la misma aplicación práctica que hace que las cuatro reglas básicas de la aritmética sobrevivan mucho más allá del final de los estudios. Y no nos importa.

Incomunicación
Esta sociedad se encamina hacia la incomunicación. Y no nos importa.

Podríamos pensar que la solución está en el sistema educativo. Pero ni mucho menos. Y buen ejemplo de ello es la nueva Selectividad, que consistirá en un test de 350 preguntas. Rápido. Eficaz. Barato. Pero una catástrofe para la enseñanza. Porque el problema no está en la ortografía, sino en que “se están perdiendo las habilidades de expresión oral y redacción de textos”, dice la profesora universitaria Claudia Comes. Con los anteriores sistemas educativos, “los cursos de Bachillerato se enfocaban a la Selectividad”, recuerda. “Como no había un examen oral de Inglés, por ejemplo, no se potenciaba el uso hablado de este idioma en clase. Lo queramos o no, las pruebas acaban determinando lo que se enseña”, sostiene. Ahora, tan solo se primará el conocimiento puntual de datos. La cuestión no es que los alumnos no sepan escribir, lo terrorífico es que “muchos de ellos no saben hilar tres ideas juntas y desarrollarlas” convenientemente. La falta de “rigor” y la “cultura del corta y pega” son otras de las principales lacras de los estudiantes de última generación. Aunque Comes también defiende sus virtudes. “Las élites cultas son más numerosas que nunca”, explica, “y los alumnos llegan con conocimientos y habilidades”, especialmente relacionadas con el buen uso y aprovechamiento de las nuevas tecnologías, “de las que las generaciones anteriores carecemos”.

En todos los ámbitos –también el periodístico- se está incrementando la permisividad ante las deficiencias lingüísticas generalizadas. La apuesta por rebajar la exigencia ha puesto en pie de guerra a un nutrido número de profesores y representantes de la cultura, que ven que el aumento de tasas y la necesidad de títulos para rellenar los currículos de la generación de la crisis se oponen a la transmisión y la adquisición de conocimientos. Al saber por saber. Ha habido un segundo chiste esta semana. El del concursante de un programa culinario que entregó un plato naif, vacío de contenido gastronómico. Quizá las formas perdieron a los jueces del programa, que echaron al joven aspirante a cocinero por sus nulos conocimientos y aptitudes. Marcaron con trazo grueso la frontera de lo inadmisible. Sin embargo, los espectadores se pusieron de lado de la ternura, de la presunta originalidad, de la anécdota. Nadie pensó en la posibilidad de que un plato tan nefasto y mal cocinado llegara a su mesa. Pues con la pérdida de la capacidad de expresión llegan los currículos mal hechos, las dificultades para aprobar el carné de conducir, las estafas de la letra pequeña, la muerte del diálogo y la comprensión, la incapacidad para extenderse más allá de 140 caracteres. Y nadie parece verlo, tampoco.

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