El efecto Sawyer

[Texto para la presentación del libro El espía que burló a Moscú (Libros.com, 2017), de Claudio Reig. En la Sede Universitaria de Alicante. 15 de junio de 2017]

El espía que burló a Moscú

Foto: Libros.com

No es casual que la mayoría de la población viva en zonas de costa. Somos animales de frontera. Y no solo en lo geográfico. Generalmente, elegimos una vida pero nos gusta escudriñar la de los demás, nos aburre la rutina y nos dejamos mecer por las aventuras, nos ponemos a un lado de las leyes morales pero nos gusta jugar a que nos saltamos la línea. En la actualidad, arrasan las películas de héroes, pero las que quedan para el recuerdo son las que tienen un buen villano. Es el efecto Sawyer. Tom, el personaje creado por Mark Twain, se aburre en un pueblecito del Sur de Estados Unidos y su única manera de evadirse, y de llamar la atención, está en el ámbito del crimen. Y quiere formar una banda. Algo que a su amigo Huckleberry le parece estupendo.

-“¿Y a quién le vamos a robar?

-Pues a casi todo el mundo. Vamos a secuestrar a gente, sobre todo.

-¿Y los vamos a matar?

-No, no siempre. Los tendremos escondidos en la cueva hasta que paguen un rescate”.

Tom Sawyer es un genio del Mal. Lo ha aprendido en los libros. Y eso que apenas levanta tres palmos, lleva pantalones cortos que enseñan sus rodillas llenas de rasguños y trafica con piedras, canicas y trozos de cristal, que considera tesoros.

Es algo que llevamos dentro. El Mal es fascinante. Por eso arrasan los documentales sobre Hitler y hemos sido capaces de convertir a un asesino tan cobarde y mediocre como Charles Manson en un icono pop. Solo la Iglesia tiene nostalgia del Paraíso. Nosotros, en el fondo, estamos orgullosos de que Adán y Eva mordieran la manzana y desde entonces tratamos de acercarnos cada vez que podemos a las puertas del Edén, ese adosado del Infierno. Registramos las salidas y entradas y ovacionamos a los personajes que son capaces de deambular de un lugar a otro sin conciencia que se lo impida.

La literatura y el cine nos han brindado un gran número de personajes y arquetipos que nos dan la oportunidad de torcer la sonrisa como Bogart. La ambigüedad moral siempre ha vendido bien. Nos gustan los piratas, los que no trabajan para los gobiernos, porque nos dan sensación de libertad y esquilman a un imperio todopoderoso. Nos gustan los bandoleros porque quebrantan la ley para enfrentarse al poder establecido. Nos gustan los gangsters porque se rigen bajo sus propios códigos de conducta. Justo lo que no podemos hacer nosotros de 9 a 3, durante nuestras jornadas de trabajo, justo lo que tratamos de evitar que aprendan nuestros hijos, justo lo que soñamos cada vez que se nos avecina una crisis existencial. Jugamos a polis y cacos deseando escapar y que no nos atrapen. Jugamos a indios y vaqueros con espíritu de pieles rojas. Hasta Angelina Jolie y Charlize Theron prefieren ser la malvada del cuento.

Claudio Reig

Claudio Reig, autor de ‘El espía que burló a Moscú’. Foto: RAFA MOLINA

Hay un personaje, sin embargo, que borda la ambigüedad. Es el espía. Primero, porque nunca sabemos si lo es. Segundo, porque nunca podemos asegurar qué bando defiende. Y tercero, porque nunca queda constancia de sus operaciones, por lo que siempre se mueve en un ámbito parecido al de la ficción. Es el ejemplo perfecto de lo que buscamos cuando nos disfrazamos en Carnaval. Usa nombres en clave, maneja gadgets imposibles, viaja constantemente a lugares exóticos y tiene en su mano el destino de una civilización, si sobrevive a las suspicacias y se sabe mover. Por último, le pagan por fisgonear en jardines ajenos, por acercarse a las mirillas a oscuras, por abrir la correspondencia ajena, por engañar hasta a su jefe, si es necesario.

En el imaginario colectivo está James Bond, por supuesto. No todos podemos ser Sean Connery, no todas las Moneypenny caen rendidas a nuestros pies ni a todos nos gusta el Martini. De hecho, como demuestra el libro de Claudio, ni falta que hace. Su protagonista, Joaquín Madolell, es hijo de un jornalero ferroviario y de una muchacha que murió en el parto. “167 centímetros de altura, pelo rubio, cejas al pelo, ojos azules, nariz, barba y boca regular; color sano, frente amplia y aire marcial”. No precisó ser más que un soldado de Melilla, con los títulos de Educación Física y Paracaidismo, para convertirse en un agente secreto. Su nombre en clave era bien prosaico, Manolo. Lo único que le diferenciaba de cualquiera de nosotros fue su “espíritu aventurero”, que le impulsaba “hacia la novedad y el riesgo”. Es la clave, el hechizo, el imán de los espías. “Un espía no es ni puede ser una persona común”, escribe Claudio.

Un italiano, Giorgio Rinaldi, lo introduce en un mundo, el del contraespionaje, en el que la ética “tiene una aplicación práctica complicada”, en el que “casi nunca hay buenos y malos absolutos, no hay amigos ni enemigos, no hay nada seguro”. En el que se usan buzones escondidos para intercambiar mensajes, en el que las radios poseen la última tecnología para intercambiar telecomunicaciones y un compartimento secreto para una pistola, en el que se aprende a usar códigos cifrados. Un mundo en el que los villanos son los agentes soviéticos, el enemigo perfecto durante la mayor parte de nuestra infancia. Un mundo en el que las reuniones clandestinas podían tener lugar junto a la tumba de Baudelaire, lo cual justificaría no solo un cuento maravilloso de Graham Greene o, en menor medida, John Le Carré, sino también una vida entera de secretos escondidos e imborrables en la memoria. Un mundo, en fin, que debimos inventar con el primer troglodita que se acercó a la cueva de su vecino y que sació, en la realidad de Madolell, los sueños que a todos nos genera el efecto Sawyer.

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