El Hamelin de fieltro

Da igual que suene la sintonía de Barrio Sésamo o la de Fraggle Rock, la célebre y pegadiza Maná Maná o la versión de The Beatles con la que sus muñecos nos enseñaron la Letra B (Letter B). Más de una generación fue raptada del desencanto y el aburrimiento por Jim Henson, nuestro particular flautista de Hamelin. El titiritero que supo tomarse en serio la transmisión de conocimientos y valores para un público que estaba muy lejos de tener acceso a cualquier contenido a través de internet, como sucede ahora, pero que en su momento supo que la sabiduría era aquello que desaprovechábamos y lanzábamos al vertedero de la vida diaria. Henson es el creador de los Teleñecos y El Cuentacuentos, el director de Cristal Oscuro o Dentro del laberinto y el impulsor de una nueva manera de afrontar el audiovisual infantil que se resume en un solo personaje, la clarividente Montaña Basura de Fraggle Rock, toda una Diógenes con barril y sin sol. Henson también es, sin duda, uno de los personajes más influyentes para las generaciones que nacieron después del imperio Disney y antes del advenimiento de Super Mario Bros.

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Jim Henson maneja a Gustavo en un rodaje de Los Teleñecos. / IMDB.COM

Jim Henson nos enseñó a situarnos en el tiempo y en el espacio con sus muñecos. También a contar y a deletrear. Y, sobre todo, a respetar las diferencias, a aceptar a los demás y a apostar por un mundo mejor. Lo hizo con una rana de fieltro, Gustavo, que casi nacía de un calcetín enguantado, pero que acabó siendo el Gregory Peck que todavía no habían visto quienes nacieron un par de décadas después del rodaje de Matar a un ruiseñor. Toda la filosofía de Atticus Finch, todos los valores que transmitía la película preferida de Henson, El mago de Oz, paseaban por Barrio Sésamo o por Fraggle Rock envueltos en una capa de humor y accesibilidad. Miss Peggy, Gonzo, Coco o Epi y Blas eran los guardianes de nuestras esencias. Personajes que hacían la vida mucho más difícil porque una vez traspasado el umbral de la adolescencia, nos encontrábamos con que era improbable que pudiéramos vencer al odio, la codicia y la intolerancia.

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Henson, junto a David Bowie y Jennifer Connelly en el rodaje de ‘Dentro del laberinto’. / STYLE.SHOCKVISUAL.NET

Con los productos de la factoría Henson, éramos los pinochos de madera que confiaban poder convertirse en un niño de verdad. Para ello, disponíamos de unas aventuras en las que se podían espantar las miserias con la osadía que solo podían permitirse unos muñecos gamberros liderados por una rana sensata. Pero también con el anticipo de las pesadillas adultas que es Cristal Oscuro o con el complejo entramado de escaleras de Escher, dilemas de la lógica clásica y canciones de Bowie que es la fascinante Dentro del laberinto, la Alicia en el país de los goblins que, como Blade Runner, ha llegado a los altares después de un absoluto fracaso de crítica y público. O con un catálogo de programas de televisión que llegó a ser censurado por liberal, como si la anarquía se escondiera bajo la manta de Elmo.

Henson desapareció demasiado pronto, como precipitado por el improbable foso de su teatrillo de títeres, en el que siempre se impuso la calidad del producto. Y con el que creyó haber sentado las bases de una ética generacional por la que no tendría que importarnos si Epi y Blas son homosexuales o no. Con Barrio Sésamo teníamos que haber aprendido que aquellos muñecos de fieltro nacían como las personas de carne y hueso. Sin etiquetas.

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