El tragaluz

En todas las casas enmohecidas por el espanto hay un tragaluz que da al jardín. Un jardín verde de césped, con un árbol que busca el sol y, probablemente, un niño que pasea en bicicleta todas las tardes, entre las cuatro y las cinco, poco antes de cenar. Eso es lo que vemos quienes asistimos a la ceremonia del horror desde el sofá, frente al televisor, en ese momento en que el telediario escupe las noticias internacionales como si fueran huesos de aceitunas. Las matanzas en Oriente Medio, las penurias en Venezuela, las muertes en el Mediterráneo. Y un suceso terrible en Estados Unidos. Siempre hay un suceso terrible en Estados Unidos. La Policía halla a diez niños sometidos a torturas por sus padres en un pueblo de California. Donde el césped siempre es verde, los árboles siempre encuentran el sol y los niños siempre pasean en bicicleta por las tardes. Siempre que sus padres no hayan decidido encerrarlos, torturarlos, golpearlos, dispararles con una escopeta de perdigones o utilizarlos como ceniceros. Antes incluso de que hayan tenido tiempo de merecer un castigo.Tragaluz

Lo que no sabemos es qué se ve por ese tragaluz desde el sótano al que da luz y calor. No podemos imaginar qué les han contado a esos niños que no saben que su vida no es normal. Que ni siquiera es vida. El recluso de una cárcel conoce lo que existe al otro lado de los barrotes. Pero nadie te prepara para comprender el peso de las carteras escolares, el impacto del pie en un balón, el aroma a champú de una cabeza rubia bien lavada o el escalofrío que se siente en la espalda al introducirte lentamente en un lago entre montañas. Entre los cuatro meses y los doce años, las edades de los niños rescatados por la Policía californiana, todo lo que debes hacer en tu vida es aprender. Salvo que tus padres hayan decidido comenzar las lecciones por el último capítulo. El del horror, el del dolor, el de la muerte que, a veces, sabe llegar muy tarde.

Y qué más. Ah, sí. Dios o el diablo. Nada más puede hacer que una pareja llegue a los dos dígitos en la contabilidad familiar que Dios o el diablo. Da lo mismo que sean los trece hijos de los Turpin, que hace apenas seis meses saltaron a los medios con su método fundamentalista de destrozar infancias mediante juguetes, uniformes, malnutrición y cadenas con candado. O las víctimas de Ina Rogers y Jonathan Allen, a quien su suegra acusa de satánico. Da lo mismo que se les dibuje un mundo lleno de asesinatos, violaciones, guerras, pecados y películas de Lars Von Trier. O que se les oculte un mundo de juegos, lecciones de matemáticas, excursiones y descuentos en el McDonald’s. Al final, lo único que cuenta es lo que esos niños ven por el tragaluz. Ese impulso que les obliga a escapar de casa, dejar que los encuentren y, por fin, darse cuenta de que no han vivido más que un capítulo de sucesos. A manos de sus padres.

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