Se cumplen diez años del estreno del piloto de Breaking Bad y los medios especializados celebran el nacimiento de Walter White, su personaje protagonista, como el nuevo advenimiento. La epifanía de Heisenberg. En cierta medida, algo de eso hay. Probablemente, estemos ante una de las series más influyentes de los últimos tiempos. La transformación de un mediocre profesor de Química en un poderoso narcotraficante sirvió a su creador, Vince Gilligan, para estimular una corriente audiovisual en la que se cuida la imagen hasta el extremo, con gramáticas arriesgadas, y en la que se trabajan mucho más los diálogos que el guion. Otras producciones, como Peaky Blinders, así lo atestiguan. Breaking Bad es uno de esos trabajos por los que hay quien dice que el mejor cine de la actualidad se emite por televisión. No es cierto, en absoluto. Pero sí que se puede equiparar la época actual en este ámbito al de hace un siglo, cuando los pioneros del mudo asentaban sobre la marcha todo lo que posteriormente sería el cine.
En el principio fue Twin Peaks. La serie de David Lynch es fundamental porque rompe todos los esquemas, como hizo Orson Welles en Ciudadano Kane. No da la impresión de que Lynch quisiera transformar el medio. Más bien, como casi siempre, dejó escapar sus mitos y demonios en un formato que, hasta entonces, tenía las costuras bien anudadas. El impacto de la serie que trata de averiguar quién mató a Laura Palmer es el mismo en la pequeña pantalla que en la grande. Un cineasta inclasificable se atreve hasta con el simbolismo y la abstracción. En ambos medios se puede hablar de un antes y un después de Lynch. Los futuros autores comprenden desde entonces que no hay límites. Y deciden probar, con mayor o menor acierto. La primera época dorada de la televisión, allá por los 60, pasa a la Historia.
A partir de ahí, nacen series como Friends –que se deja notar en otras como The Big Bang Theory-, Doctor en Alaska, Expediente X o, sin duda, la más importante de todas, Los Simpson. Pero la auténtica eclosión que vivimos hoy viene empaquetada y con un lacito por la HBO. Igual que Pixar revoluciona el cine infantil y hace saltar todas las bancas con sus brillantes argumentos y con personajes como monstruos, ratas, robots pasados de moda y ancianos, la cadena por cable norteamericana se atreve a desafiar lo establecido. A dos metros bajo tierra revela que se puede contar la historia de una familia desestructurada de funerarios. Nada es imposible. Y, por fin, Los Soprano demuestra que Shakespeare tendría cabida en el siglo XXI y que, posiblemente, habría delineado el arco existencial de un mafioso de medio pelo que se convierte en capo. La irrupción de Tony Soprano es, simplemente, perfecta. Quizá, la mejor aportación al arte, en general, que ha dado el nuevo siglo.
El laboratorio de la televisión no cierra, desde entonces. Surge The Wire para hermanar periodismo y ficción y para que uno de sus artífices, David Simon, dé la clave de todo el asunto: “Que se joda el espectador medio”. Mad Men se emparenta con Los Soprano para armar otro personaje, el de Don Draper, que enseña que la gente no cambia nunca. El cine sigue sin asomar, más allá del célebre plano secuencia de la primera temporada de True Detective -serie en la que persiste el rastro de Twin Peaks-, algunas escenas de Juego de tronos o el plano en el que la primera temporada de Fargo enlaza con la película de la que brota. El medio se afianza y sigue con su impulso de explorador. Incluso vuelve Twin Peaks. La televisión huele a Griffith, a Eisenstein, a Keaton. Se apodera de la atención del nuevo espectador. Pero sigue sin ser cine, sino otra cosa con la que no debería compararse. Tampoco Walter White era un simple profesor.