La piscina

No recuerdo cuándo fue la primera vez que vi a doña Amelia en la piscina. Durante mi primer verano en esta casa, supongo. Al año siguiente de llegar. Llamarla piscina es casi presuntuoso, no es más que una balsa grande donde los vecinos que vivimos aquí todo el año nos encontramos con los veraneantes que vienen a lo que para ellos es el apartamento. Una ducha y un suelo de baldosas que arden es todo su mobiliario. Y la tumbona de doña Amelia, que baja de vez en cuando con su nieto, para que se pegue un chapuzón y deje a sus padres ordenar la casa.

En todos estos años, jamás había visto a doña Amelia en el agua. Normalmente se sentaba, leía revistas con esa capacidad de las abuelas de no quitar ojo a su nieto ni un momento, decretaba el momento en que llegaba la hora de comer y se iban los dos juntos, ella con su bata y el niño envuelto en una toalla de la Patrulla Canina. A veces charlábamos, del tiempo, sobre todo. De la humedad y los huesos, especialmente. Pero también de mi trabajo, de su infancia en el pueblo, de sus hijos, de los descuentos en el supermercado y de política. Nunca hablaba de su marido, por lo que siempre supuse que había muerto sin dejar apenas huella en su vida. Era como cualquier otra anciana. Dividía su tiempo y sus ideales entre el servicio incondicional hacia su familia, que la mantenía atareada aunque no estuviera en el apartamento, y una progresiva tendencia al nihilismo de tercera edad, que consiste en dejar de creer en los dogmas sociales y pasarse a la indignación por sistema.

piscinaAyer bajé y doña Amelia estaba en el agua, en la parte menos profunda de la piscina. El nieto no estaba. Nada me podía haber sorprendido más. Permanecía de pie, con el agua por la cintura, que apenas mojaba un bañador marrón. Y movía la cabeza, mirando hacia todas partes, como un mochuelo en busca de comida. Como si hubiera perdido algo. Saludé, dejé mis cosas donde siempre, me duché y me zambullí. El agua estaba como siempre, templada por el sol. Me acerqué a doña Amelia y le confesé mi asombro. No sé, me ha dado por ahí, hijo, me contestó. La familia se ha ido de excursión y yo me he quedado sola. He puesto la comida al fuego, he quitado el polvo y me he aburrido de ver la televisión, así que me he bajado. Y como no había nadie, me he metido en la piscina. Nunca la había visto nadar, le dije. Me miró con los ojos entrecerrados que ponemos cuando calibramos lo que vamos a decir. No, pues fíjate, me he dado cuenta de que me he olvidado de nadar. Pensaba que esto era como la bicicleta, pero no. Hacía tantos años que no nadaba que lo he olvidado. Qué cosas. Y se sumergió hasta los hombros.

Me presté a ayudarla. A enseñarle otra vez a bracear. Pero estaba atónita, casi divertida. Sonreía. Otro día, hijo, gracias. Es raro, pero me alegra encontrar algo nuevo que aprender. Seguimos hablando del tiempo, de la humedad y los huesos, de mi trabajo, de su infancia en el pueblo, de sus hijos, de los descuentos en el supermercado y de política. Siguió sin mencionar a su marido. Y cuando se cansó de mirarse los dedos arrugados por el agua, decidió salir, secarse, recoger sus cosas y volver a casa, a vigilar el estofado. Mañana volveré con mi nieto. Y nos bañaremos juntos. La vi marchar, hice una pausa, sonreí y me dispuse a nadar unos largos.

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