La secuencia final de Scorsese

El pasado martes, Martin Scorsese confesó en Marrakech que ha perdido el deseo por experimentar. El director de Malas calles, La última tentación de Cristo o Uno de los nuestros sugirió que se jubila. Ya no quiere lidiar con productores e inversores. Ni tener que convencerles. Tiene 71 años y prefiere descansar con la familia. Tras su última entrega, El lobo de Wall Street, solo promete un par de rodajes más. Al parecer, el próximo se titulará Silencio. También al parecer, podría coronar su carrera con un biopic sobre Sinatra y con película de gangsters protagonizada por Robert De Niro, según avanzó el actor hace un mes. Con su ritmo de trabajo (documentales y cortos al margen), en cinco años echará el telón. Si no se arrepiente antes de sus declaraciones.

El ajedrez de Scorsese

Scorsese dice que se ha cansado de experimentar.

La decisión de Scorsese cerraría una etapa en el cine americano. Muy similar a la que él mismo protagonizó en sus inicios, allá por los años 70. El bostezo del bienestar y el almohadón de lo fácil habían atrapado a Hollywood, poco dispuesto a los grandes fastos de las décadas anteriores. Nadie entraba ni salía de los platós. Era un círculo cerrado y polvoriento. Como ya sucediera en los 40 con el cine negro, solamente los jóvenes sin dinero se atrevían a probar nuevos diseños para el invento de los Lumière. Y en apenas trece años –entre Bonnie and Clyde (Arthur Penn, 1967) y Toro Salvaje (Scorsese, 1980), según acotó Peter Biskind en su imprescindible Moteros tranquilos, toros salvajes– su generación convulsionó el Séptimo Arte.

La onda expansiva fue perdiendo fuerza hasta hoy. Scorsese es el último de una estirpe que ha perdido a Penn, Robert Altman o John Cassavetes y que ha dejado que Steven Spielberg, George Lucas o Francis Ford Coppola se perdieran ellos solos. Solo Roman Polanski mantiene el pulso del neoyorquino de las gafas de culo de vaso, la mamma cocinera, los planos secuencia inacabables y los montajes electrizantes. Saber que no va a rodar más no hará sino obligarnos a ver una y otra vez sus películas, incluso Kundun, El cabo del miedo o El aviador, por citar sus calificaciones más bajas. Pero su aliento se enfría justo cuando los goznes del cine vuelven a chirriar. Con las majors adocenadas, con los guionistas en la televisión y con los soportes del cine en mutación hacia lo digital, necesariamente tiene que nacer otra generación. Rodar es más barato que nunca. Imaginar, tan barato como siempre. El cine no murió con Griffith, Hitchcock o Kubrick. Tampoco lo hará con Scorsese. Pero cómo le echaremos de menos.

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