Las hadas también mueren

Nada más triste que enfrentarse al obituario de una persona como Mickey Rooney. Desplegar su expediente y descubrir que donde debería aparecer una leyenda de Hollywood con más de 300 créditos en su haber, solamente aparece la sombra de un juguete roto. Que sus mejores aportaciones fueran seriales cómicos olvidados o papeles de comparsa del protagonista principal en cintas como El pequeño lord o Capitanes intrépidos. Que jamás supiera alcanzar la consistencia que tuvieron otros actores infantiles como Judy Garland o que ni siquiera supiera retirarse con todos los honores como Freddie Bartholomew. Trabajas incesantemente, tejes una de las carreras más largas que jamás ha existido en el cine y el mejor epitafio que logras labrar en tu lápida es que te casaste con Ava Gardner.

Ava y Mickey

El triste epitafio de Rooney: «Se casó con Ava Gardner».

Y ni siquiera eso parece creíble. La boda con Ava huele a maniobra del Hollywood de antaño, la joven belleza emergente unida a una estrella infantil que necesita dar empaque a su tránsito hacia la madurez. Es la época de los grandes estudios, donde los empresarios eran faraones que diseñaban una pirámide al año y una chabola por semana. Los productores vallaban un terreno para los estudios, contrataban a una legión de guionistas para generar un mínimo de una idea brillante diaria y sometían a sus estrellas –intérpretes y directores- a una esclavitud de letra pequeña en los contratos. Eran suyos, dentro y fuera de los platós. Exprimían al máximo sonrisas simpáticas como la de Rooney hasta que detectaban el hartazgo del espectador. Y entonces, ordenaban a los iluminadores que apagaran los focos. Y sin luz, las estrellas se convertían en desecho espacial.

El sistema de producción de los años 40 y 50 parió obras maestras. Pero también expulsó a Bartholomew, que supo crecer como productor. Mató a Garland, quien descubrió el final del Camino de Baldosas Amarillas en un cuarto de baño con una sobredosis de pastillas a los 47 años. Hartó a Gardner, quien se dedicó a beber y a follar en la vida real como si quisiera olvidar los besos falsos de su carrera y el mal sabor de su primer matrimonio. Y abrumó a Rooney, cuyo último hito relevante le llegó completamente desfigurado en su papel del señor Yunioshi en Desayuno con diamantes. Pero no quiso leer que su sonrisa y su cara aniñada ya no valían para nada. Se casó siete veces más. Se obligó a siete pensiones más. Se prestó a lo que fuera para saldar sus deudas y envejeció sin evolucionar. Un Peter Pan que creció confiando en que Campanilla volvería a hacerle volar. Sin saber que las hadas también mueren.

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