Pompas de jabón

Pongamos que todo es cierto.

La niña nace en otro tiempo, amamantada con piedras congeladas por la tramontana. Un tiempo en el que aún se limpia el suelo de rodillas y crecen los sabañones en las manos de las modistas. Un tiempo en el que se estila la sospecha y el miedo, en el que cualquier relato de la otra parte de las montañas se considera un cuento de hadas. Un tiempo de mecánicos, maestras y vendimiadores, en el que los estraperlistas amplían el negocio para convertirse en mercaderes de telas finas de ultramar, un tiempo en el que solo se puede salir del pueblo si tienes la cabeza en otro sitio. En el mar, por ejemplo. O en las nubes. O en unas nubes formadas por olas de mar.

La niña crece entre esfuerzos, plantas de retama y caracoles de cristal. La niña crece entre preguntas que no se pueden contestar. La niña crece como crecen los árboles, sin parar y sin moverse. Hasta que un día la madre le descubre un secreto, que es como todos los secretos que vienen de la otra parte de las montañas. El cuento de hadas en el que una joven criada enamora al rey de la localidad. Un rey loco, genio, millonario, huidizo, artista, universal y caracol. Quizá porque la realidad es otro cuento de hadas en el que la joven criada fue engañada por el lobo feroz, o el pobre leñador, o un volatinero de circo que solo sabía contar cuentos de hadas del otro lado de las montañas. Y a la niña le crecen los ojos y las mentiras. Y ya no necesita pasaporte porque está en otro sitio. En las nubes, por ejemplo.

PompasLa niña ya no es una niña. Pero ya no ve los sabañones, ni las costuras en las rodillas, ni las piedras congeladas por la tramontana. Asegura que ve cosas que solo ve ella, como el futuro, los espíritus, la desgracia y la fortuna en los posos del café. Asegura que ve las mentiras y los secretos que son mentira. Tira cartas y lee bolas de cristal porque es la hija del rey de la localidad, se lo ha dicho su madre. Pongamos que todo es cierto. Que lucha por un sueño porque solo así se cumplirá, se lo dijo su madre mientras jugaba de pequeña con el arcoíris de las pompas de jabón. Se lo dijo su madre, que lo leyó en algún sitio. Nadie llega hasta la meta con el único combustible del arribismo, del ventajismo y de la codicia. Pongamos que todo es cierto porque es imposible que no haya algo más. Algo como un cuento de hadas que viene del otro lado de las montañas y que ha crecido como la niña, como el pueblo, como la fe de quien desafía hasta al ridículo porque cree ser la heredera de un rey, cree que los deseos se cumplen y cree en la fe de los tontos y desesperados.

Pongamos que todo es cierto. Que la niña solo reclamaba lo que le aseguraron que era suyo. Que solo quería poner una sonrisa en la cara de su madre, ya perdida en otro sitio. Pero la sonrisa de su madre brotó antes, mucho antes, cuando se dio cuenta de que había apartado de la mediocridad a una hija que nunca supo fugarse. Que la alejó con mentiras hasta el momento en que hubiera crecido lo suficiente para aguantar sin su ayuda los duros golpes que reparte la cruel realidad.

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