Ser blanco

El pasado mes de agosto, el agente blanco Darren Wilson, policía de Ferguson, un suburbio de la ciudad de Saint Louis (Missouri, EEUU), disparó doce veces contra un adolescente negro, Michael Brown, que no sobrevivió al tiroteo. Los hechos ocasionaron una serie de tumultos y altercados que fueron apagándose hasta la llegada, esta semana, de la resolución del tribunal que enjuició a Wilson. El gran jurado determinó que el policía actuó de forma correcta. Y la comunidad negra volvió a estallar contra lo que cree un asesinato racial enmarcado en una sociedad que apenas tolera que los negros gocen de los mismos derechos que los blancos. La reivindicación es cíclica; la intolerancia, histórica.

Racismo

Ser blanco consiste en saber distinguir a quién odias.

El New York Times da todo tipo de detalles en un reportaje interactivo modélico. Pero lo que no dice es que, en realidad, ser blanco es muy difícil. Consiste en adivinar, a veces con gran escasez de pistas, a quién se debe odiar. No es fácil distinguir entre un serbio y un croata y asignarles, en consecuencia, la razón en un conflicto de siglos. Mucho más complicado es determinar quién es bosnio –y, por tanto, musulmán-, tanto como saber quién es español en Ceuta y quién marroquí en Melilla. En casi todos los casos, es poco menos que imposible detectar a un judío que no observe estrictamente los preceptos de su religión. Y exige un gran esfuerzo acertar quién es unionista o republicano, protestante o católico, turco o griego, ruso o ucraniano, boliviano o peruano, sudaca o hispano. Los gitanos suelen ponerlo mucho más sencillo. Con los asiáticos es imposible.

Ser blanco exige estar atento a los acentos para saber si nuestro interlocutor siente que su patria es otra. O para dilucidar si le tenemos que ofrecer un trabajo mal remunerado o un chalet de lujo junto al mar. Un blanco necesita de gran agudeza para distinguir a un turista australiano de un inversor sueco. Para repartir puestos a la izquierda o a la derecha. Precisa también un fino olfato para rastrear a un homosexual mientras repasa concienzudamente si la tácita cláusula de masculinidad de su nómina sigue reportándole beneficios. Hay que tener gran experiencia para saber si lo que tiene delante es una transexual que pide su voto o un travesti que ofrece una mamada por 50 euros en un callejón. Por regla general, en ambos casos mirará para otro lado. Salvo que la felación cueste 300 euros.

Las estadísticas reafirman la precariedad de los negros en EEUU. Pero no es fácil certificar si nos parecemos o no al agente Wilson. Eso solo es fácil sobre el papel.

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