El día en que desapareció la estación

Es difícil enfrentarse a una historia que has contado mil veces. Más de tres cuartas partes de tu vida, en realidad. O casi toda, si se piensa que la vida empieza con nuestro primer recuerdo. Y uno de los primeros es el de aquel día. Curioso. Un día en el que, en realidad, lo único que pudimos hacer es rescatar la rama de olivo del pico de la paloma, mirarnos a los ojos para ver que estábamos bien y hacer balance de daños. Porque el diluvio había caído de noche. La noche anterior. Y para un niño de once años, que aún desaparece por completo en cuanto su cabeza reposa en la almohada, la noche no existe. Ni tampoco la tromba de agua que hace 36 años arrasó el litoral valenciano. Y a mí me regaló una historia que he contado mil veces. Toda la vida.

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La Estación de Renfe, anegada tras la riada del 82. / PERFECTO ARJONES

Las vías del tren son mi paisaje de fondo. Nací junto a ellas, pasaban cerca de las casas en las que viví fuera de aquí. Pero el recuerdo principal es el del día en que me asomé a la ventana y no estaban. No sé qué hora era. Pronto. Un día cualquiera de colegio. El recuerdo me encuadra de espaldas, con la persiana a medio bajar. Descorro la cortina y veo que frente a mi casa navega una zodiac de la Cruz Roja. No hay trenes. No hay vías. No hay ruido de locomotoras. Hay un mar pequeño que nunca había estado antes y nunca volvió a estar. Y una zodiac. Tantos años después, veo la imagen como si formara parte de una película de Fellini, con los efectivos de emergencia saludando hacia mi casa. Con el cielo blanco, el agua blanca, los edificios de enfrente de un marrón pálido y el rojo de la balsa reventando ante mi ventana. Seguí su deriva. Enfiló la estación. Sobre unas viviendas bajas que ya no existen volaba un helicóptero, que trataba de rescatar a alguien. En mi habitación hacía calor.

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Unos niños usan neumáticos como salvavidas. /PERFECTO ARJONES

Aquí, la memoria funde a negro. Aquel día desayuné. Me vestí, probablemente de azul. Besé a mi madre, antes de salir hacia el colegio. Pero de todo eso no queda huella. Porque, pese a que habíamos sobrevivido al diluvio en nuestra arca de ladrillo y sin animales, lo que quedaba dentro del refugio de mi casa era el bostezo cotidiano de una día normal de otoño. La historia que he contado mil veces continúa un poco más allá, aunque aún dentro de mi barrio, al tratar de cruzar la avenida que bajaba hacia el paso a nivel, que se había convertido en una torrentera desbocada. De nuevo me veo de espaldas, vestido en efecto de azul oscuro. Con las gafas de metal y la raya del pelo a un lado. Y con el bulto de la mochila a la espalda. Dos soldados han tendido una cuerda para atravesar aquellos rápidos que cruzan mi barrio como si fueran un tramo del Sella. Espero pacientemente mi turno. Uno de los militares me ve. Dónde vas, al colegio, no hoy no. En el fondo, tantos años después me imagino decepcionado por no poder aferrarme a la cuerda y empaparme hasta la cintura. Seguramente no fue así. Al niño que fui bastaba con quitarle los zapatos y darle un tebeo para que no se moviera del sofá. Así que debí volverme hacia casa, sin rechistar. Y si tu madre te dice algo, le dices que venga a hablar conmigo. Eso sí lo recuerdo. Quizá porque también me habría encantado enseñarle a mi madre el río recién instalado donde ahora ya no hay avenida, ni paso a nivel, ni cuerdas para atravesar el torrente.

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El apeadero de San Gabriel, destrozado tras el temporal. /PERFECTO ARJONES

Fin. La historia que he contado durante casi toda mi vida acaba aquí. El 20 de octubre de 1982 dura apenas tres décimas de segundo. Bastan dos escenas. La imagen de la ventana. La de las cuerdas. Y, quizá, recuerde haber escuchado en la televisión el nombre de la presa de Tous, de la que no volví a escuchar hablar hasta muchos años después, cuando ya podía ir soltando recuerdos como migajas que conducían a una infancia que ya no iba a volver. Quizá fue cuando frecuenté el barrio de San Gabriel, que sucumbió al poder del agua y en algún momento me lo supieron contar. Quizá fue con la siguiente riada. Aquella con la que la estación del tren no volvió a desaparecer. Aquella en la que no navegó una zodiac frente a mi ventana. Aquella en la que las vías del tren volvieron a ser el paisaje de fondo. Como cada día.

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