La honestidad de la bestia

No es fácil pasar a la posteridad como un perfecto hijo de puta. No de los que gasean a millones de judíos en campos de concentración. Tampoco de los que incendian Roma. Ni siquiera de los que llenan de polvo las calles para convertirlas en un cementerio de yonquis. No. Un hijo de puta normal y corriente, un cabronazo como tú y como yo. Como cualquiera de nosotros, como el que vende a su madre cada día, como el que vierte su frustración en un campo de fútbol, como el que purga a golpes y gritos una infancia de mierda, como el que no sale de casa sin un plan para empeorar el planeta. Así, sin más. Ha muerto Jake La Motta. Campeón de boxeo, monologuista, empresario de alterne, celoso compulsivo, perdedor de éxito y fuente de inspiración de una de las mejores películas de todos los tiempos. Un pieza. Nuestro pieza.

Sugar-La Motta

La Motta y Robinson, en su último combate. / DEPORADICTOS.COM

Carisma y fe. Y una obra maestra. La línea que separa una vida miserable de la de La Motta es, probablemente, la de la honestidad. Honestidad para subirse al ring con más aguante que pegada, con más victorias que leyenda, con más derrotas en combates importantes de las que aguantaría cualquier otra carrera en el boxeo. Jake La Motta fue campeón de los pesos medios, sí. Defendió el título, sí. Pero le tocó enfrentarse seis veces a uno de los mejores púgiles de todos los tiempos, Sugar Ray Robinson, y solo le ganó una vez, alimentando la mística de los eternos segundones. Fuera de esos asaltos gloriosos, fue un suicida, un animal acorralado contra las cuerdas que se empeñaba en llegar al último asalto, una víctima de los amaños y tongos de la Mafia, una bestia que funcionaba mejor cuanto peor le iba en casa. Y le iba muy mal. Pero también fue honesto para reconocerlo, para asumir que hizo todo lo posible para que su familia viviera un infierno. Y para cruzar la línea de la legalidad en casi todos los negocios que emprendía. Y para acabar entre rejas. Y para sobrevivir durante 95 años a una existencia en la que recibió una paliza de todos los sórdidos tópicos del boxeo americano. Pero sus heridas sanaban pronto. Era casi sobrehumano, el cabrón. Un tipo duro. Nuestro tipo duro.

Vertió todas sus miserias, todas sus imperfecciones, en su autobiografía. La leyó Robert De Niro. Se la pasó a Martin Scorsese. Y de ese rasgo de humanidad entrañable y casi insólito de confesar en público todos sus pecados, nació Toro salvaje, la película. La secuencia inicial es asombrosa, magistral. Un largo plano fijo da paso a los créditos. El Intermezzo de Cavalleria Rusticana. Una luz lechosa salpicada con fogonazos de flash. Tres cuerdas. Y un púgil que calienta, encapuchado. Como una fiera en el zoo. Puro cine. Y después, 129 minutos de metraje con más vísceras fuera del ring que sobre la lona. La historia de un hijo de puta que ha pasado a la posteridad por violento, por imperfecto, por carismático, por inspirar una obra maestra. Por ser el espejo que nos devuelve una imagen llena de moratones, regueros de sangre y cejas hinchadas. Por humano.

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