Nacer mujer hace un siglo significaba pertenecer a un género para el que la revolución estaba incompleta. Nacer negra hace un siglo significaba pertenecer a una raza para la que la revolución estaba amordazada. Convertirse en artista de jazz fue una manera como otra cualquiera de echar a perder la educación que sus familias no pudieron siquiera soñar en darles. Y triunfar fue su mejor manera de mostrar el fracaso de una sociedad que no las admitía por ser mujeres, negras y artistas. Este año se cumple el centenario del nacimiento de Ella Fitzgerald. Hace dos se celebró el de Billie Holiday. Y, como recordó esta semana Diego Manrique en El País, la excelencia vocal de Ella no ha obtenido el mismo reconocimiento que el desgarro de Billie. Preferimos la derrota, las crónicas de sucesos, los cuentos de terror a la lumbre, la épica de los equipos pequeños.
Ella recibió al nacer una voz que la sentaba a la derecha del Padre. Es más, que la convertía en la Madre, porque si Dios existe, tiene la voz de Ella Fitzgerald. Eligió ser la negra que sonreía a los blancos mientras cantaba en bares en los que no podía entrar por la puerta principal. Eligió el bando de Louis Armstrong, dejarse la piel en cada escenario, llenar sus conciertos de horas extras no remuneradas, lanzar discos con versiones de grupos blancos que soñaban con ser negros. Tanto Ella como Armstrong recibían críticas por su servilismo hacia un público que no compartía baños con ellos, que no viajaba en el mismo vagón, que no comía en su misma mesa y que jamás se habría acostado con ellos. Eligió apenas levantar la voz, ni siquiera frente al micrófono porque no lo necesitaba. Porque bastante tenía con sus propios desastres cotidianos. Eligió enfrentarse a las injusticias en voz baja, ganarse su hueco en el planeta con sus grabaciones, con los carteles en los que su nombre aparecía con las letras más grandes, con las partituras que inspiraba. Entonces desenfundaba la voz. Y el mundo entero enmudecía porque nadie ha sabido controlar la voz como Ella Fitzgerald, mujer, negra, cantante, perfeccionadora de standards, creadora del scat, adaptadora de temas de grupos blancos. Y Dios.
Ella tenía un don. Billie, en cambio, aprendió desde bien pequeña que no hace falta tener buena letra para ser Einstein. En los clubes en los que actuaba cuando aún era menor de edad descubrió que basta un hilo de voz siempre que vivas por dentro el dolor que estás cantando. Que basta con que algo en tu interior te diga que esa canción ya la has vivido antes. Que basta con que cargues en la garganta el peso de toda la Humanidad. Como Ella, prefirió no enfrentarse al castigo de ser mujer, negra y artista, salvo desde el escenario. Y lo hizo desde la absoluta libertad, avagardneando toda su vida. Si la invitaban a fumar, fumaba. Si la invitaban a beber, bebía. Si la invitaban a follar, follaba. Si la invitaban a un chute, se metía por la vena todo el desamparo del mundo. Y luego lo vomitaba frente al micrófono, echándonos en cara nuestro odio hasta en la más dulce canción de amor. Echándonos un aliento que olía a cadáver de negro quemado en el Sur.
https://youtu.be/-_R8xxeMFEU
Ella murió rica, anciana y descuartizada por la diabetes. Billie murió pobre, joven y desgarrada por los excesos. Una obtuvo el reconocimiento que merecía por su influencia en quienes llegaron más tarde. La otra sigue sola en el trono de la perfección.