Los titulares del pasado miércoles eran meridianamente claros. Harper Lee publicará la secuela de Matar a un ruiseñor más de medio siglo después de que su única novela naciera legendaria. La historia, sin embargo, bajaba mucho más turbia. La nueva obra, Go set a watchman, no es una secuela, sino el auténtico texto que presentó a su editor en 1960, quien le sugirió que tomara a sus protagonistas –Atticus Finch y su hija Scout- y los hiciera retroceder unas cuantas décadas para contar lo que finalmente llegó a las librerías y, solo un año más tarde, a las salas de cine. Tampoco parece que sea la propia Lee la que publica, sino una abogada, Tonja Carter, que ha encontrado el manuscrito entre los papeles de la escritora. Ha sido Carter la que ha recordado que Lee no da entrevistas. También, la que ha dado a conocer un comunicado de la autora, que vive en una residencia de ancianos. Y, por último, la que ha negociado el contrato de publicación. La mano de Lee no aparece en el proceso.
Aquí acaba el interés de los medios españoles. El estallido brutal pero efímero del nuevo periodismo, no vaya a ser que la realidad estropee un buen titular. Los anglosajones, para quienes Matar a un ruiseñor, que logró el premio Pulitzer, es objeto de adoración y lectura obligada en los colegios, han seguido con el caso. Y, en efecto, ya ha surgido más de una voz preocupada por los intereses reales de Harper Lee y la voracidad comercial. La duda principal estriba en que el hallazgo se produce justo después de que muriera Alice Lee, abogada, hermana de la escritora y, hasta ahora, defensora acérrima de su vida y obra. De su paz de lecturas y macramé. De su té con pastas y cheques de derechos de autor. Porque Lee no es J. D. Salinger. No se recluyó en un rancho escapando de la fama de una sola novela. No es una persona arisca y solitaria, como el autor de El guardián en el centeno. Da la impresión de que se parece más a Juan Rulfo, quien llegó a confesar que en su interior solo llevaba la fascinante historia de Pedro Páramo. Y que después, su literatura se secó. Tan cruel. Tan lúcido. Y tan difícil de reconocer.
La inicial amistad y posterior encontronazo con Truman Capote de Harper Lee es elocuente. Vio lo que el ego podía hacer con un genio fértil y sociable, corroído por las copas de champán, las bandejas de canapés y el veneno de su propia lengua. Todo lo contrario de lo que parece ser Lee. Lee quizá solo se despojó de Atticus Finch para que la humanidad fuera mejor, sin que ella fuera consciente de la magnitud de su legado. Quizá vive para recordar las galeradas, el éxito, el rodaje, a Gregory Peck. Quizá vio que no nos merecemos un personaje como Atticus, a quien le bastaba una mecedora en Alabama para defender a un negro joven y pobre de un linchamiento injusto. Le bastaba fumarse una buena pipa en el porche para enfrentarse a un perro rabioso. Le bastaba la risa de sus hijos para no prejuzgar a Boo Radley. Los demás solemos preferir rebuscar entre los papeles perdidos de una anciana. Para ver qué sacamos.