No es fácil llegar a Corleone. Desde Palermo, hay que recorrer una carretera de montaña que tiende a confundirse con una cañada para trashumantes, con un pedregal mal barrido, con un bancal de jardín abandonado. Hay también que tener fe o fanatismo o demasiadas películas a cuestas. No se descarta tampoco la inconsciencia. Es lo que te conduce hacia el sitio al que ningún vecino quiere que llegues, hacia un pueblo tranquilo en el que se mezcla la desconfianza hacia todos los visitantes con el innegable gancho turístico de una película que se rodó en otro sitio. Porque ni siquiera Coppola fue tan inconsciente. Pero la ficción es poderosa. Y te estremeces cuando paras a fotografiarte junto al cartel que anuncia la llegada a Corleone y el coche que ha venido siguiéndote todo el camino toca el claxon dos veces antes de pasar de largo. Porque Corleone es una familia de mentira y el lugar donde vivía Totò Riina, el capo que convirtió la mafia siciliana en una organización terrorista. Riina es pura verdad, tan incomprensible como la pura verdad, tan sin códigos, tan extremo, tan cruel. Y acaba de morir en la cárcel. De viejo, de enfermo. Y sin ceder.
En la plaza mayor de Corleone se reúnen los ciudadanos los viernes por la tarde. Los ancianos por un lado. Las mujeres, por otro. Y los jóvenes se arremolinan por su cuenta en un rincón. Todos te miran cuando entras en una tienda de souvenirs decorada con fotos gigantes de El Padrino, de las escenas en las que Michael Corleone se esconde en Sicilia. Sin el mito, la imagen no debe de ser tan diferente a la de cualquier otra comunidad rural mediterránea. Pero diez metros más allá está el Museo de la Mafia que algún alcalde joven y avispado ha sabido sacar adelante. Y en algún rostro de los que siguen tus pasos puede esconderse un Riina. No lo sabes, pero lo quieres imaginar. En Corleone la rutina tiene sus vicios, como en todas partes. Y sus desencantos. Y sus desahogos. Y sus ausencias. Y sus paredes de roca, tan invisibles que parecen infranqueables. Pero también tiene desayunos con café y vendetta. De Corleone surgió el tipo que saqueaba la pólvora de las bombas aliadas, el que ordenaba asesinatos como quien repasa la tabla del cinco, el que eliminaba a hierro y fuego carabinieri, jueces, sindicalistas, periodistas, médicos, funcionarios o paisanos. A cientos. Un retaco de manos fuertes que no dudaba en asesinar si no tenía un sicario a mano, si le venía mejor mancharse las manos de sangre que esperar a que alguien sacara la basura. Riina, un dios malvado que llevó a la Mafia tan alto que consiguió que se quemara con el sol. Unos varean olivos, otros recogen almendras. Y hay quien aparta la mierda de cabra y abre la tierra a golpe de azada para poder enterrar a su última víctima.
No lo puedes evitar. También le pasó a Sinatra, que creía ser un mafioso hasta que llegó a Sicilia y se rieron de él. Corleone es y no es Corleone. Es Don Vito y no lo es. Es Riina y un anciano con bastón. Es el escenario de una película que jamás se rodó allí. Y la sede del criminal sanguinario al que nunca te habrías atrevido a reconocer. Es la atracción y la repulsión. Es el fascinante camuflaje que permite a la Mafia ser y no ser. Al mismo tiempo.