Por supuesto que Dylan

No se premia la poesía, sino el aliento poético. No se premia la meta, sino el camino. No se premia al juglar, sino su excelencia. Pues claro que Bob Dylan. Pues claro que por fin Dylan. Aunque a los poetas les escueza, como me escuece a mí que la moda ocupe salas en los museos. Como me irrita que se hable de arte culinario. Pero es así, desde que un urinario de Duchamp, desde que una lata de sopa, desde que se reveló la poesía de lo cotidiano, desde que los artistas comenzaron a luchar por encontrar el hálito de vida en nuestras miserias de vidas. Por supuesto que Dylan. Que jamás se ha definido como poeta, que incluso considera peligroso que se le defina como poeta. No se premian sus versos, sino su trabajo. Por encontrar nuevas vías de expresión en el cancionero tradicional norteamericano. Por arrancar del barro la canción popular y elevarla a nuestros oídos. Que no es muy diferente de lo que hizo Lorca con el flamenco. Como si no hubiera poesía en el folk, el blues, la copla, el bolero o el tango.

Nobel DylanNo se premia a un compositor de canciones. Se premia al mejor compositor de canciones. Se premia al creador más influyente del planeta de los últimos cincuenta años. Como si fuera tan fácil perseguir un secreto durante más de cincuenta años. Como si el repertorio de Dylan estuviera al alcance de cualquiera de los que se quejan de que haya recibido el Nobel de Literatura. Como si fuera tan fácil componer versos con el rumor de las calles, el eco de los caminos, los carteles de circo, las sentencias judiciales, la propaganda de viajes, los gritos en la ventana, los versículos del Antiguo Testamento, los renglones de libros olvidados, las borracheras de Kerouac y los poemas de Dylan Thomas o Walt Whitman. Sí, Thomas y Whitman. Como si fuera tan fácil dar voz nueva a las historias antiguas y dar voz antigua a las nuevas historias. Como si fuera tan fácil alterar el orden de las estrofas de All along the watchtower o firmar un himno como Like a rolling stone o arrancar en unas postales del Ku Klux Klan y acabar en Desolation Row. Y así toda la vida, persiguiendo el precepto de Baudelaire de ser sublime sin interrupción, como si fuera tan fácil rozar apenas ser sublime sin interrupción. Como si alguien más se hubiera atrevido siquiera a intentarlo.

No se premia la voz, se premia la literatura. Escribir, escribir, escribir. En la máquina sobre el piano y en las octavillas de publicidad. Se premia el sudor constante, la obsesión, el error, la vuelta atrás, el paso adelante, la búsqueda, el hallazgo. El fogonazo y el éxtasis. Como se premió el periodismo y como cabría esperar que se premie en algún momento el guion de cine. Porque hay asombro en la novela, en la poesía y en el teatro. Y también en las canciones de Dylan, por supuesto que Dylan, por supuesto que por fin Dylan. Porque hay más literatura en las columnas de Paco Umbral que en las obras completas de Javier Marías. O en las de Vargas Llosa, ya puestos. Porque hay más literatura en el personaje de Tony Soprano que en todo Murakami. Porque literatura es el final del videojuego The last of us, el cómic Maus o los libretos de Woody Allen, Jean-Claude Carrière, Charles Brackett o Rafael Azcona. Como si escribir un gran reportaje, un gran guion, una gran canción, fuera menos que escribir un gran poema, una gran novela, una gran tragedia. Como si alguien más que Dylan hubiera podido ser Dylan. Por supuesto que Dylan. Por supuesto que por fin Dylan.

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